Comer es un acto básico, esencial para la vida, que merece toda nuestra atención. Es un hecho que la sociedad moderna nos ha alejado, en cierto modo, de la conciencia de los ciclos y pautas naturales, pero algo que también sucede con frecuencia, y no depende tanto de la sociedad o de la época en la que vivimos, es el alejamiento respecto a nuestro propio cuerpo, que conlleva severas dificultades a la hora de desarrollar una comunicación con el mismo.
No sólo hemos perdido la noción instintiva de aquello que nos conviene o no comer, sino que hemos acallado las percepciones físicas que biológicamente nos guiaban a la hora de tomar esta decisión. Es increíble, en este aspecto, que se otorgue mayor autoridad y se escuchen antes los consejos de revistas no especializadas o magazines televisivos que las indicaciones de nuestro propio organismo.
A menudo engullimos, comemos rápido y cualquier cosa, sin importarnos el hecho de que lo que lleguemos a hacer dependerá en gran medida del combustible que demos a nuestro cuerpo, esa una máquina maravillosa capaz de funcionar bastante bien a pesar de que nos empeñemos en sabotearla. No se trata de cantidad, sino de calidad, tanto en los alimentos como en nuestra disposición a la hora de consumirlos y asimilarlos.
Con suerte, es posible que conservemos algún recuerdo de nuestra infancia, cuando no conocíamos la prisa y el mundo parecía más brillante. Es posible que recordemos un momento en nuestra vida en el que abrir la primera sandía del verano era una ocasión especial en la que el tiempo se detenía y nuestros sentidos se extasiaban. Entonces era posible captar no sólo el sabor del fruto, sino aspirar su aroma y disfrutar de su textura y experimentar plenamente el momento, con toda nuestra conciencia puesta en él.
Para recuperar o cambiar nuestra relación con la comida, el sagrado alimento (y sus implicaciones extra físicas), será necesario empezar a prestar atención a las señales emitidas por nuestro cuerpo. Empezaremos por encontrar un momento para comer tranquilos y libres de distracciones, con el fin de poder concentrarnos en las sensaciones que la comida transmite a nuestros sentidos. El olor, la textura, y obviamente el sabor del alimento... Todos esos regalos que la naturaleza añade a los elementos químicos necesarios para nuestra supervivencia, que enriquecen nuestra vida y que han convertido el acto de cocinar en un verdadero arte.
Una vez hayamos comido, prestemos atención también a las señales de nuestro cuerpo, que nos indicará como está yendo el proceso digestivo. Nuestro cuerpo, a través de diferentes sensaciones y manifestaciones físicas, tratará de comunicarse con nosotros para decirnos si la cantidad de alimento fue justa, excesiva o insuficiente, si los alimentos que le proporcionamos le resultaron fáciles de digerir o no, si necesita más líquido o más sal, o incluso si comimos demasiado rápido o demasiado nerviosos.
El proceso digestivo es en muchos aspectos la clave de nuestra salud y bienestar físicos, influyendo también en nuestros estados anímico y mental. Si aprendemos a escuchar a nuestro cuerpo y a darle lo que necesita podemos evitar, paliar e incluso curar muchos de los males que comúnmente nos aquejan, y experimentar sorprendentes cambios en nuestra vida (física, anímica y mental) no incorporando o imponiendo nuevos elementos y reglas procedentes de una autoridad externa, sino recuperando las capacidades y sabiduría que se hayan en nosotros mismos, ocultas por esa densa capa de polvo acumulado a lo largo de generaciones, a la que podemos llamar ignorancia.
La bendición de la mesa puede parecer una costumbre arcaica, sin embargo, constituye un invaluable ejercicio de toma de conciencia. Demos las gracias, a los dioses o a la naturaleza misma por el alimento que recibimos, sin el cuál no podríamos vivir. Y convirtamos esto en un punto de reflexión acerca de cómo nuestro ser en todos sus aspectos físico, mental, emocional y espiritual, se relaciona con su entorno, cómo cada uno de esos aspectos toma del mundo y lo que le regresa, con el fin de limpiar y perfeccionar estas relaciones.
Entendamos que el alimento no surge por generación espontánea, sino que tras cada bocado hay un largo recorrido, una semilla que germinó, creció y nos entregó su fruto, un animal que nació, creció y fue sacrificado para satisfacer las necesidades de nuestra propia vida. Una tierra que un día fue salvaje, tal vez una selva o un frondoso bosque, que fueron talados para crear áreas de cultivo, con el trabajo de muchos hombres y mujeres - y en ocasiones, aún hoy, niños y niñas- que sembraron, cuidaron, criaron, alimentaron, recolectaron, etc. para que el plato que tenemos ante nuestros ojos pudiera llegar a nuestra mesa con tanta facilidad.
Demos las gracias y valoremos nuestra comida, y luego pensemos que podemos hacer por regresar a la Tierra, a los hombres y mujeres, niños y niñas, a los animales y las plantas, domésticos o salvajes, aunque sea una pequeña parte de cuanto nos han dado...
Inevitablemente deberemos seguir comiendo a lo largo de nuestras vidas, pero esta toma de conciencia puede contribuir a que nos replanteemos cuál es el ciclo en el que estamos, el modo en cómo nos vinculamos al resto de seres vivientes y a la misma tierra, el precio que otros pagan por el consumo que realizamos ya no de alimentos, sino de otros muchos productos que definitivamente no son esenciales para nuestra supervivencia.
No sólo hemos perdido la noción instintiva de aquello que nos conviene o no comer, sino que hemos acallado las percepciones físicas que biológicamente nos guiaban a la hora de tomar esta decisión. Es increíble, en este aspecto, que se otorgue mayor autoridad y se escuchen antes los consejos de revistas no especializadas o magazines televisivos que las indicaciones de nuestro propio organismo.
A menudo engullimos, comemos rápido y cualquier cosa, sin importarnos el hecho de que lo que lleguemos a hacer dependerá en gran medida del combustible que demos a nuestro cuerpo, esa una máquina maravillosa capaz de funcionar bastante bien a pesar de que nos empeñemos en sabotearla. No se trata de cantidad, sino de calidad, tanto en los alimentos como en nuestra disposición a la hora de consumirlos y asimilarlos.
Con suerte, es posible que conservemos algún recuerdo de nuestra infancia, cuando no conocíamos la prisa y el mundo parecía más brillante. Es posible que recordemos un momento en nuestra vida en el que abrir la primera sandía del verano era una ocasión especial en la que el tiempo se detenía y nuestros sentidos se extasiaban. Entonces era posible captar no sólo el sabor del fruto, sino aspirar su aroma y disfrutar de su textura y experimentar plenamente el momento, con toda nuestra conciencia puesta en él.
Para recuperar o cambiar nuestra relación con la comida, el sagrado alimento (y sus implicaciones extra físicas), será necesario empezar a prestar atención a las señales emitidas por nuestro cuerpo. Empezaremos por encontrar un momento para comer tranquilos y libres de distracciones, con el fin de poder concentrarnos en las sensaciones que la comida transmite a nuestros sentidos. El olor, la textura, y obviamente el sabor del alimento... Todos esos regalos que la naturaleza añade a los elementos químicos necesarios para nuestra supervivencia, que enriquecen nuestra vida y que han convertido el acto de cocinar en un verdadero arte.
Una vez hayamos comido, prestemos atención también a las señales de nuestro cuerpo, que nos indicará como está yendo el proceso digestivo. Nuestro cuerpo, a través de diferentes sensaciones y manifestaciones físicas, tratará de comunicarse con nosotros para decirnos si la cantidad de alimento fue justa, excesiva o insuficiente, si los alimentos que le proporcionamos le resultaron fáciles de digerir o no, si necesita más líquido o más sal, o incluso si comimos demasiado rápido o demasiado nerviosos.
El proceso digestivo es en muchos aspectos la clave de nuestra salud y bienestar físicos, influyendo también en nuestros estados anímico y mental. Si aprendemos a escuchar a nuestro cuerpo y a darle lo que necesita podemos evitar, paliar e incluso curar muchos de los males que comúnmente nos aquejan, y experimentar sorprendentes cambios en nuestra vida (física, anímica y mental) no incorporando o imponiendo nuevos elementos y reglas procedentes de una autoridad externa, sino recuperando las capacidades y sabiduría que se hayan en nosotros mismos, ocultas por esa densa capa de polvo acumulado a lo largo de generaciones, a la que podemos llamar ignorancia.
La bendición de la mesa puede parecer una costumbre arcaica, sin embargo, constituye un invaluable ejercicio de toma de conciencia. Demos las gracias, a los dioses o a la naturaleza misma por el alimento que recibimos, sin el cuál no podríamos vivir. Y convirtamos esto en un punto de reflexión acerca de cómo nuestro ser en todos sus aspectos físico, mental, emocional y espiritual, se relaciona con su entorno, cómo cada uno de esos aspectos toma del mundo y lo que le regresa, con el fin de limpiar y perfeccionar estas relaciones.
Entendamos que el alimento no surge por generación espontánea, sino que tras cada bocado hay un largo recorrido, una semilla que germinó, creció y nos entregó su fruto, un animal que nació, creció y fue sacrificado para satisfacer las necesidades de nuestra propia vida. Una tierra que un día fue salvaje, tal vez una selva o un frondoso bosque, que fueron talados para crear áreas de cultivo, con el trabajo de muchos hombres y mujeres - y en ocasiones, aún hoy, niños y niñas- que sembraron, cuidaron, criaron, alimentaron, recolectaron, etc. para que el plato que tenemos ante nuestros ojos pudiera llegar a nuestra mesa con tanta facilidad.
Demos las gracias y valoremos nuestra comida, y luego pensemos que podemos hacer por regresar a la Tierra, a los hombres y mujeres, niños y niñas, a los animales y las plantas, domésticos o salvajes, aunque sea una pequeña parte de cuanto nos han dado...
Inevitablemente deberemos seguir comiendo a lo largo de nuestras vidas, pero esta toma de conciencia puede contribuir a que nos replanteemos cuál es el ciclo en el que estamos, el modo en cómo nos vinculamos al resto de seres vivientes y a la misma tierra, el precio que otros pagan por el consumo que realizamos ya no de alimentos, sino de otros muchos productos que definitivamente no son esenciales para nuestra supervivencia.
2 comentarios:
Una vez más me quedo pensando con tus palabras. De hecho, casi todo lo que dices ya me lo había dicho a mí misma por mucho tiempo y trataba de aplicarlo. Como el escuchar al propio cuerpo y no colmarlo de productos artificiales, comida rápida y tóxicos; sino frutas y verduras, entre otros.
Pero aún así, me has hecho pensar en la costumbre de agradecer la comida que uno tiene al frente. Por el hecho de imaginar todo el camino que ha tenido que recorrer hasta llegar a la mesa de uno. Desde ahora pensaré de una forma mas consciente. No digo que tendré como regla dar las gracias ni recitar de memoria unas palabras, sino que tengo y tendré siempre presente mi papel en esta vida, en que nacemos, comemos y somos comidos.
Gracias Katherina, creo que la cuestión es precisamente ir ampliando nuestra conciencia acerca de las cosas, y que esa misma conciencia creciente nos lleva, poco a poco, de modo natural y sin esfuerzo, a modelar progresivamente nuestros hábitos o actitudes en la medida de nuestras necesidades. Aunque sea redundante, cada mejora, por mínima que sea, ha de ser para bien.
Saludos.
Publicar un comentario