jueves, 30 de diciembre de 2010

El pájaro de fuego


Ilustración para "El pájaro de fuego"

Otra llamada
que la del bosque, hace pura
la umbría insomne.
Yo voy delante. ¿Sigues?
No me giraré. ¿Me amas?

Carles Riba, Del Foc i del joc (1946).


En el corazón del invierno se suceden los últimos días del año gregoriano, con su corte de recuerdos del tiempo en que crecimos; Reuniones familiares, campanadas y uvas, apartarse un poco del bullicio y pegarse al cristal empanado de la ventana para perder la vista en la oscuridad salpicada de luces de colores. Sosteniendo con fuerza un puñado de deseos, para dejarlos volar más allá de un cielo nocturno empapado de toda la expectación de un nuevo principio.
Podemos hacerlo en cualquier momento, pero culturalmente - y aunque a menudo no se aproveche como un trabajo real - conservamos la tendencia a reservar algo de este tiempo para la revisión de lo que ha pasado en nuestras vidas a lo largo del año que se va, y plantear nuevos propósitos para el que viene. Hace poco más de un año, con motivo del Solsticio de Invierno, hablé de las listas de compromisos, objetivos y deseos... (*)

La rueda del año me deja en otro punto esta vez, en aquello que sentimos cuando nos hallamos en el trance que discurre desde un final a un nuevo principio. Se suele emplear la imagen de la puerta, o del umbral, y sin embargo, rara vez cerramos los ojos para abrirlos en una realidad distinta. Sin embargo, a menudo el paso de un estadio a otro se asemeja más a un largo y angosto pasillo, un sendero poblado de fantasmas, como el que conduce del Inframundo a la luz del sol. Un recorrido imposible de cuantificar en tiempo o distancia, en el que como Psique, no podemos dejarnos atrapar por las espectrales manos que se tienden hacia nosotros, implorando nuestra atención y, como Orfeo, no podemos ni siquiera permitirnos mirar atrás. El mismo recorrido que lleva de la disolución a la germinación, de Samhain a Imbolg, en el que perdernos no significa ya morir, sino vagar por tiempo indefinido en la región de las sombras y despertar, tal vez, a la otra orilla de una vasta laguna de años de incertidumbre.

Puede no ser un recorrido agradable, cuando quedamos suspendidos entre el dolor por la pérdida y el deleite de aquello que está por llegar, entre nuestros deseos de felicidad y nuestra tendencia al autocastigo. Pero estamos preparados para ello, y podemos dejarnos llevar con confianza por la parte de nosotros que sabe lo que debe hacer. Somos más fuertes de lo que solemos considerar, sobrevivimos cuando el mundo de ilusiones que hemos dejado crecer a nuestro alrededor se derrumba, y lo hacemos, porque no somos ese reflejo pálido que lo recorre y juega a ser el rey, sino el ser que se permite proyectarlo. El despertar de esa conciencia que manteníamos en letargo puede ser como un gran pájaro de fuego alzándose y abrasando aquello que pueda impedirle batir sus alas. Y en muchas ocasiones la liberación no consiste tanto en romper un manojo de cadenas, sino en aceptar que nunca estuvieron ahí realmente.

Es comprensible que resulte aterrador, tanto cuando lo vemos como un cúmulo de factores externos que vienen a perturbar nuestro "statu quo", como cuando nos sentimos identificados con ello. Ir por el mundo destrozando aquello que ha tardado años en formarse y que, de alguna manera, "ya estaba bien", no suele hacernos sentir precisamente mejor con nosotros mismos. Solemos quedarnos a vivir por demasiado tiempo en un sueño petrificado, aunque la vida nos empuje siempre hacia adelante, incluso en el discreto destello de las pequeñas cosas.

Cuando el ave ígnea despliega sus alas y se dispone a emprender el vuelo, pensamos antes en aquello que va a terminar, en vez de en la bendición del vuelo. Posiblemente esta sea la causa de que suframos demasiadas veces los embates del monstruo de fuego al que insistimos en encerrar una y otra vez en la misma jaula imposible, y que sepamos tan poco del arte de volar, a pesar de que esté escrito en nuestra sangre como la canción más vieja del mundo.


***

Nota: (1) Lo justo es hablar de resultados cumplidos: 5 de 5 en lo que a compromisos respecta, 9'5 de 11 objetivos cumplidos y - para mi sorpresa - 16'75 de los 18 deseos. No todos eran fáciles, no hice trampas al respecto. Ahora doy las gracias por la realización de todos ellos, incluyendo aquellos que han traído con ellos alguna que otra lección dura de digerir. El tiempo dirá, al repetir la experiencia, si ha sido sólo una cuestión de "suerte", pero como experiencia considero que las estadísticas están a favor de volverlo a probar.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Solsticio de Invierno


Cada nuevo ciclo las mismas celebraciones nos muestran un aspecto diferente de su significado. El Solsticio de Invierno llega como una invitación a adentrarse en la oscuridad más profunda para abrazar las semillas de lo que vendrá, sintiendo su latido, percibiendo su luz como la de un joven sol que se erguirá de nuevo desde la raíz de la noche.

Curiosamente, esto puede suceder mientras las horas escapan, las tareas se juntan, las reuniones y compromisos se multiplican y unos días acaban por confundirse con otros en una carrera loca que, de no saber que en realidad no es más que un juego en el que decidimos participar, nos desesperaría.

También el primer aniversario del proyecto Ouróboros coincide con el Solsticio; Se estrena página en Facebook y otras actualizaciones que se irán viendo a lo largo de las siguientes semanas. Gracias y felicidades por este primer ciclo a todos aquellos que de una manera u otra han formado parte de este proyecto, y que sean muchos más :)

sábado, 11 de diciembre de 2010

El sueño del frío


Ilustración para "A Story for a Bear" (2002), por Jim LaMarche


Hay noches en las que la luna se envuelve en sombras. En su lugar, como surgidas del sueño de la reina celeste, brillan, nítidas y multiplicadas, las estrellas. Durante los meses fríos, también la Tierra parece volver hacia sí para acunar las preciosas semillas, adentrándose en un profundo sueño del que habrán de brotar los verdes de la primavera.
La llegada del frío invita al recogimiento, a ver el mundo a través de las ventanas de un hogar a resguardo de los rigores del invierno y disfrutar el lento transcurrir de las horas de oscuridad bañadas de silencio. Pensar en todo, también dejar de pensar, mientras contemplamos la llama de una vela o la respiración de un gato perezosamente acurrucado.

En ocasiones se asocia erróneamente el hecho de bajar el ritmo habitual con la letargia. Desde esta perspectiva descansar, es similar a detener o ralentizar por capricho una cadena de montaje programada para funcionar al máximo rendimiento, boicoteando las previsiones de producción. Pero los seres humanos no somos cadenas de producción, sino criaturas vivas y, por lo general, también criaturas pensantes. Llevamos asociados una serie de mecanismos infinitamente más complejos que una fábrica y , a pesar de nuestros intentos de emancipación del medio ambiente, nuestra naturaleza aún está más próxima a la del resto de seres vivos que a la de las máquinas.

De modo que el descanso constituye una necesidad básica; necesitamos descansar y reponernos. Cuando nos resistimos ello es cuando empezamos a funcionar a medias y la temible letargia entra en escena. En vez de proveernos un descanso reparador, y mantenernos adecuadamente despiertos en la vigilia, quedamos atrapados en un estado que no puede considerarse ni lo uno ni lo otro, y arrastramos día tras día una presencia lastimera, agotada y propicia al enojo.

Pero además de detener o ralentizar nuestro ritmo, necesitamos un tiempo propio. Además de establecer relaciones con el mundo que nos rodea, necesitamos crear y conservar un sendero hacia ese lugar seguro en el que nos encontramos con nosotros mismos. Y además de dormir, necesitamos soñar. Muchos de nosotros hemos crecido en una cultura que ha olvidado que al otro lado de lo visible existen muchas e importantes tareas que no conviene desatender si pretendemos conservar un cierto equilibrio existencial.

De algún modo hemos aceptado la peligrosa idea de que si algo no es percibido por otros, entonces sencillamente no existe. De ella deriva esa insana compulsión por mostrar, por realizar continuas demostraciones de cualquier cosa que queramos o nos guste tener, experimentar, o ser. Este apremio, a su vez relacionado con la falta de sosiego y reflexión, termina por robarnos de modo subrepticio la capacidad de vivir conscientemente (y disfrutar) aquello que exponemos con tal urgencia a otros sin pararnos a considerar que seguramente tendrán unos intereses distintos de los nuestros, que lo que nos empeñamos en mostrar no tendrá el mismo sentido, o ningún sentido, para ellos.

Tal vez no esté de más subrayar que, salvo alguna excepción que podemos ignorar sin mayor dificultad, al resto de la humanidad y, por supuesto, al resto del universo, suele importarle poco lo que hacemos con nuestro tiempo. A menudo los obstáculos, peligros, problemas e inconvenientes percibidos son mucho más terribles que los reales. Si hemos caído en una de esas corrientes que parecen arrastrarnos en contra de nuestra voluntad y que susurrarnos hora tras hora que el mundo nos presiona, también podremos salir de ella simplemente tomando conciencia de la situación real, evitandonos la estupidez de vernos ahogados en un charco.

En esta época relativamente cómoda en la que hemos nacido, las señales con las que nuestros cuerpos y mentes dan la bienvenida al invierno, constituyen también un recordatorio de aquel reino olvidado en el que el tiempo discurre de un modo particular, y al que, llegado el momento, todos somos llamados. De aquellas tierras abandonadas que esperan que su legítimo propietario las recorra, las trabaje y descubra sus tesoros.

Cuando desconocemos esta parte de nuestra realidad que permanece oculta a los ojos de otros, es posible que nos pánico quedarnos solos. Tampoco es extraño que nos agotemos buscando hasta los confines de la tierra ciertas respuestas que podríamos obtener si fuéramos capaces de guardar silencio. Cuando descuidamos las tareas que se llevan a cabo en este reino personal, tales como discernir nuestras necesidades reales (físicas, emocionales y mentales) y encontrar la vía adecuada para satisfacerlas, detectar aquello que cargamos innecesariamente y dejarlo ir, descubrir los modos en los que nos estamos poniendo obstáculos a nosotros mismos - y, aún más importante, porqué lo estamos haciendo - o planificar aquello que deseamos ver realizado en nuestras vidas, todo el sistema de nuestra vida "visible" se resiente. Funcionamos a medias, nos abandonamos a cualquiera de esas corrientes imaginarias que al tiempo que fosilizan automatismos alimentan el fantasma de la impotencia, y una letargia mucho peor que la imaginada se apodera de nosotros, sustrayéndonos, en dosis prácticamente imperceptibles, nuestra propia vida.

Hay un tiempo para cada cosa, un tiempo para descansar y otro para trabajar, para dormir y otro para mantenernos despiertos, para estar fuera y para estar adentro. Nuestro cuerpo, y también algún rincón de nuestra mente lo sabe y lo recuerda, y tiene la capacidad de reconocerlo, de llevarnos ante el umbral y guiarnos adecuadamente por los mundos del otro lado. Sólo tenemos que aprender a prestar atención.