viernes, 25 de febrero de 2011

Momentos de felicidad


Porque sí llegan, había que escribir un poco al respecto. Con algo más que suerte y algo menos que sacrificio, los momentos de felicidad aprenden a encontrarnos. No salir a abrazarlos debería ser considerado un crimen porque creo firmemente que la felicidad no es sino la consecuencia natural de haber hecho algo bien.

He publicado muy poco en las últimas semanas, mientras del otro lado de la pantalla ha habido -y, de hecho, aún hay-, mucho que hacer. La explotación intensiva no tiene caso, cada trabajo que realizamos tiene un ritmo y unas condiciones propias. Tampoco tiene demasiado sentido fijar una meta o alimentar un deseo si una vez que llegamos a ella o éste se realiza lo dejamos pasar con indiferencia.

La verdad es que estoy viviendo momentos muy felices prácticamente en cada aspecto de mi existencia y me entrego a la tarea de recolectar algunos datos acerca de los mismos... Más que nada porque si algo tengo claro es que no son fruto de la casualidad.

Primero se vive, luego se escribe al respecto.

De todos modos quería avisar que en las últimas semanas he recibido más correo que de costumbre, así que es posible que entre una cosa y otra tarde en responder los mails, pero lo haré. Mientras tanto, www.perroaullador.blogspot.com, en su tercer aniversario, cuenta con más de 200 posts publicados :)

Gracias por estar ahí,

Vae.



lunes, 7 de febrero de 2011

Naturaleza y ciudad


Jardines colgantes de Babilonia, Martin Heemskerck, s. XVI


Entre las creencias que asimilamos socialmente y que, por lo tanto, raramente llegamos a cuestionar, se encuentra aquella de que el habitante de la ciudad es completamente ajeno a la naturaleza. Persiste, en algún lugar de nuestra mente el mito del “paraíso virgen”, y nos dejamos encantar por las imágenes idealizadas en las que, sospechosamente, no existen ni el frío ni el calor extremos, insectos o parásitos o aguas insalubres. Sentimos que para reencontrar la Naturaleza debemos escapar del asfalto porque aceptamos sin demasiada resistencia la pretendida oposición de lo artificial ante lo natural, junto con la idea subyacente que el cuidado medioambiental se opone al progreso y que, por lo tanto, los daños al entorno son inevitables en beneficio de las comunidades humanas.

Todas las culturas han transformado el emplazamiento geográfico que habitaban, ya sea incluyendo construcciones habitacionales, zonas de cultivo o parques industriales. Incluso han incidido sobre otras especies animales y vegetales, no sólo haciéndolas desaparecer del planeta, sino dando lugar a sus variantes domésticas. Cualquier paraíso virgen puede convertirse en un auténtico infierno para el humano actual, porque el principal sistema de adaptación de nuestra especie no es físico, sino cultural; la capacidad de pensar y encontrar nuevas soluciones, si bien es un hecho que las posibilidades de este sistema con frecuencia no son aprovechadas.

No es necesario ir a ningún lugar a buscar la naturaleza, porque formamos parte de ella. Dicho sea de paso, tampoco podemos escapar de ella, ni podemos crear una burbuja donde lo que la afecte no nos afecte a la vez a nosotros.

Cuando empezamos a valorar la presencia de espacios naturales en las ciudades y tomamos conciencia de la biodiversidad que pueden albergar, alteramos nuestro mapa mental al respecto, y nuestra propia ubicación dentro del mismo. Si seguimos los hilos que nos enlazan con el resto de especies presentes en nuestro entorno inmediato comprenderemos que no deberían ser considerados un ornamento accesorio.

A menudo no somos conscientes de lo que la vegetación hace por nosotros en las ciudades, sin embargo, dadas las previsiones acerca del cambio climático, su importancia irá en incremento. Por ejemplo, uno de los problemas derivados del hábitat urbano es el efecto “isla de calor”, provocado por la liberación nocturna del calor acumulado durante el día por los edificios y el asfalto, lo que se traduce en una mayor demanda de agua y energía, aumentando la contaminación ambiental (y sus efectos sobre la salud humana). La vegetación urbana no sólo ayuda por encima de otras medidas a mitigar este problema, regulando la temperatura y la humedad, sino que constituye el único sumidero natural de gases de efecto invernadero de las ciudades. También nos protege de la contaminación acústica, y es especialmente relevante en la mejora de la calidad del aire al interceptar, a través de las hojas del arbolado, una gran cantidad de partículas contaminantes.

Hay muchas razones físicas para promover los espacios verdes en la ciudad, pero también las hay psicológicas. Stephen Kaplan definía los entornos restauradores como aquellos que favorecían “la recuperación del equilibrio psicológico y la vuelta a una situación de congruencia entre la persona y el ambiente”, contando entre ellos los espacios verdes urbanos, capaces de interrumpir el reclamo constante de atención al que es sometido el habitante de la ciudad. La sensación de proximidad a la naturaleza nos relaja y reconforta, la posibilidad de detenerse a contemplar, por ejemplo, un árbol mecido por el viento, o a escuchar el murmullo de un curso de agua, se traduce en un cambio de ritmo, en un estado mental más tranquilo y positivo. Nos recuerda que hay algo más allá de nuestro pequeño mundo de obligaciones, preocupaciones, deseos o metas. Nos recuerda incluso que el tiempo puede discurrir a una velocidad distinta de aquella que pretendemos imponernos; Que el invierno, la primavera, el verano y el otoño se suceden y que nuestros cuerpos y nuestras mentes aún están íntimamente relacionados con ese ciclo.

Dicho de otro modo, la población humana es el principal beneficiario de la integración de especies vegetales en el medio urbano, toda vez que éstos contribuyen a disminuir los daños causados al resto del medio ambiente.

Otra cuestión que a menudo no se plantea es que la misma necesidad de “huir” de las ciudades es la que lleva a la reducción de las áreas naturales salvajes incidiendo negativamente sobre las especies animales y vegetales que las habitan. Queremos ir al bosque, pero necesitamos un coche u otro medio que nos lleve a él, carreteras por las que nuestro vehículo se pueda desplazar, zonas de acampada, albergues u hoteles con áreas de recreo para los niños y piscinas, infraestructuras para proporcionar electricidad, gas, agua corriente, etc. Todo lo cual reduce y amenaza el área a la que queremos desplazarnos para “reconectar” con la naturaleza. Si “escapamos a la naturaleza” en estas condiciones, es como si decidiéramos ir a visitar a un familiar lejano porque nuestra casa está demasiado sucia, y además lleváramos un par de bolsas de basura de regalo.

Nuestras ciudades deberían ser lugares lo suficientemente buenos para poder ser habitados, dada que esa es su función principal. Es un trabajo para todos los que vivimos en ella. Para que la naturaleza urbana pueda no sólo convivir con nosotros, sino ayudarnos a vivir mejor, es necesaria la elaboración de diseños urbanístico eficientes que tengan en cuenta las características y necesidades de las especies a introducir. Es decir, tomar conciencia de la importancia de integrar estos elementos en la infraestructura urbana, en lugar de buscar cualquier cosa verde para rellenar un espacio “vacío”.

Los espacios naturales se han situado tradicionalmente en parques y jardines, pero también pueden encontrar un lugar adecuado en otras ubicaciones como calles, plazas, balcones, patios y terrazas. Esto significa que, al margen de las decisiones políticas acerca del diseño urbanístico de nuestra ciudad, siempre nos quedará al menos una ventana para hacer nuestra contribución a la causa. No hace falta que seamos unos especialistas en el cultivo, podemos empezar por poner algunas plantas en nuestro balcón, y preguntar cuántas veces hay que regar durante la semana. Si la cosa nos gusta, podemos aventurarnos a sembrar nuestras propias especias, o con la creación de un pequeño huerto. Aprender de ello, y enseñar después a otros, porque aunque hay muchas personas que llevan años dedicadas a este tema para que las opciones que han elaborado encuentren una vía de realización es necesario que previamente se produzca un cambio de mentalidad general, una demanda de las mismas. Que creamos que podemos vivir mejor en nuestro entorno inmediato, sin necesidad de huida, y que no nos conformemos con menos.



Bibliografía :



Fariña, José (2011) : El blog de José Fariña (2011)

Fariña, José (2000) : Naturaleza Urbana

Figueroa, M.E. , Redondo, S. (2007): Los Sumideros naturales de Co2, Ed. Universidad de Sevilla.

Nowak, David. J./ McPherson, E. Gregory (1993): Cuantificación del impacto ambiental de los árboles, Revista Unasylva nº173.



jueves, 3 de febrero de 2011

Desde la raíz



Con frecuencia la mitología describe cómo criaturas invencibles son derrotadas tras encontrar una debilidad no aparente. Por ejemplo, en los doce trabajos de Heracles; su fuerza sobrehumana ayuda, pero no es suficiente para superar las pruebas que debe enfrentar. Dadas sus evidentes desventajas físicas ante el resto de especies, si la humanidad ha podido sobrevivir ha sido gracias a su capacidad de adaptación cultural al medio. Por lo tanto, se podría decir que el rasgo distintivo, y tal vez la función, del ser humano es ser capaz de partir de una base acumulada de conocimiento y experiencia para pensar y probar nuevas soluciones en cada ámbito de la existencia. Otra cosa es que esta ventaja sea aprovechada.

Gran parte de nuestra vida funciona a través de procesos automatizados, lo cual nos permite el ahorro de tiempo, energía y demás recursos que supondría el detenernos a pensar cada cosa en cada momento antes de tomar una decisión, o realizar un movimiento. Sin embargo, si estos automatismos no han sido elegidos de modo consciente, es posible que repitamos una y otra vez los mismos errores, que vivamos una y otra vez toda suerte de cosas desagradables y empecemos a desesperarnos, ya agotados, porque nuestros esfuerzos por detenerlas parecen no funcionar. No hace mucho escribí sobre la necesidad egótica que nos lleva a pelear contra todo, valorando nuestro esfuerzo o sacrificio incluso por encima la efectividad de nuestras acciones. Dicho de otro modo, nuestra tendencia a complicarnos en exceso e inclinarnos a hacer una epopeya de cualquier cosa. En muchas ocasiones no es fuerza – ni siquiera fuerza de voluntad- lo que necesitamos, sino claridad mental para localizar el punto exacto en el que una ligera presión es más que suficiente.

Para encontrar soluciones adecuadas e introducir mejoras en nuestra vida y nuestro entorno, como si nos enfrentáramos a nuestra propia Hidra, resultará siempre más práctico el acudir a la raíz e identificar los programas que están funcionando en nosotros con el fin de realizar las modificaciones pertinentes. Como una de esas piezas pequeñas que parecen no hacer nada, pero son capaces de entorpecer o impedir el funcionamiento de una enorme máquina, en la raíz de cada cosa o situación que consideramos un problema suele encontrarse una idea errónea inducida desde el exterior, o bien una percepción incorrecta. La mayoría de veces ni siquiera nos damos cuenta de que está allí, y como estamos acostumbrados a su presencia y no levanta sospechas, puede tomar un tiempo remontar el hilo de nuestros pensamientos hasta dar con ese nudo.

Es probable que durante cierto tiempo a lo largo de nuestras vidas hayamos hecho uso de la magia, o de ciertas técnicas y conocimientos para enfrentar situaciones puntuales. Muchos libros están dedicados a compilar recetas, hechizos o incluso rituales para esto. La diferencia entre aplicar estas técnicas y estar en el sendero es la misma que existe entre tomar un medicamento para aliviar una dolencia en concreto y haber aprendido a llevar una vida saludable. Es más sencillo asimilar la relación “dolor-paracetamol”, que detenerse a examinar si nos duele la cabeza porque no estamos durmiendo bien, porque algo nos ha sentado mal, porque estamos preocupados, porque nos dio frío, etc. Podemos tomar paracetamol para aliviar el dolor de cabeza cada vez que éste se presenta, pero si encontramos el origen del asunto y aplicamos la solución adecuada, podemos evitar que el dolor aparezca y que sea necesario el medicamento. En el primer caso, la respuesta nos viene dada y no necesitamos comprender nada, pero acallamos el problema en lugar de resolverlo. En el segundo, sucede lo contrario, tenemos cierta idea de cuál podría ser la respuesta, pero es necesario prestar atención, adquirir conocimiento acerca del funcionamiento de nuestro cuerpo y actuar en consecuencia. Por este camino es posible que no sólo solucionemos el dolor de cabeza, sino que de paso nos sintamos, por ejemplo, más relajados y con mejor estado de ánimo.

El conocimiento, o la magia, no son elementos susceptibles de ser aislados; se filtran y extienden por todos los aspectos de nuestra vida y todos los segundos de nuestro tiempo. Llega un momento en el que desde dentro de nosotros parecen llamar a la magia o el conocimiento que se halla en cada cosa, y nos encontramos ante un mundo transformado, en el que vemos lo que antes nos estaba velado y experimentamos lo que un día nos pareció imposible. Este cambio no llega desde fuera, sino que emerge del interior pues, por insignificante que parezca, cada elemento que aparece en nuestra vida es como un ladrillo con el que, según elijamos, un puente o un muro, una casa o un mausoleo. Cuando tenemos claro qué queremos, nuestro ser va acumulando estas piezas y disponiéndolas en la forma que hemos seleccionado. Si nuestra intención no es clara, sólo las echará a un montón desordenado... Y si no nos damos cuenta de que un programa nocivo está funcionando en nuestro interior puede llegar a construirnos una fantástica cámara de tortura, o un fabuloso patíbulo.

Por lo tanto, es conveniente que permanezcamos atentos al modo en que estamos funcionando en nuestras relaciones, en nuestro lugar de trabajo, y en cualquier otro aspecto de nuestra vida incluyendo el modo en que nos hablamos a nosotros mismos. Evaluar nuestro sistema de creencias, de todo aquello que damos por sentado, y pensar un poco en aquellos puntos en los que podríamos mejorar sin demasiado esfuerzo. Atrevernos, por ejemplo, a pensar en aquello que realmente nos gustaría, en vez de en aquello con lo que nos podríamos conformar. Abrirnos a la posibilidad de algo realmente bueno, en vez de algo pasable. No se trata de condenarnos a la inconformidad, pues podemos hacer esto estando muy satisfechos y agradecidos con lo que ya tenemos, sino de estar dispuestos, dentro de nuestro campo de acción, a ir siempre un paso más allá y seguir trabajando por nosotros y aquellos que nos rodean. Y en vez de verlo como una penosa carga o un sacrificio, disfrutar del proceso.