miércoles, 10 de marzo de 2010

Imagenes que se arremolinan

Hay días de primavera que son una auténtica tortura... como un ataque de transitoria demencia. Procesos de construcción y deconstrucción que se llevan a cabo sin que nos sea permitido asomar un ojo a la zona en la que se está trabajando, pero de cuyo escándalo no podemos evadirnos, siendo prácticamente imposible concentrarse en otra cosa. Tiene su razón de ser, es el momento de remover la tierra y sacarlo todo al sol, de hacer limpieza y reservar un lugar para lo que queremos en nuestras vidas, apartando aquello que además de no servir para nada, estorba. Sin embargo, no deja de ser sorprendente lo que en ocasiones, sumergidos en esta labor, nos sale al encuentro.

El sol pinta destellos dorados en el mismo cabello que conserva aún hebras de noche entre sus desatadas trenzas. Una figura tan inocente como la hierba bajo su cuerpo, y el mundo parece girar demasiado rápido entorno a ese pequeño centro, en una danza frenética de imágenes entrelazadas, claros y obscuros sucediéndose y pisoteando sin cuidado alguno el sentido de las palabras.

Le gustaba contemplar el horizonte, especialmente cuando el sol se ponía tras las montañas liláceas, o cuando rasgaba la noche al levantarse sobre el mar, precedido por el brillo de Venus. Miraba hacia adelante, sin importar donde se encontrara, buscando la fina línea donde el mundo parecía terminar y dejaba que su vista se perdiera en ella. Pensaba en llegar a ese lugar pero sabía que, aún cuando llegara a pisar ese último punto que la visión podía captar, palpando esos árboles, o esa construcción ruinosa, no habría alcanzado en realidad más que un nuevo horizonte que perseguir... El camino era una sucesión de horizontes, y una vez emprendido, uno no podía estar seguro siquiera de que la muerte pudiera decretar su fin.

No había nada de él que se pudiera guardar en los bolsillos, y menos las piedras de río. Al caminar se veían como gemas preciosas en el fondo de las aguas. Redondas y suaves parecían reír con la corriente y lanzar destellos caprichosos sobre el paisaje. Sin embargo, cuando quería apoderar del tesoro sacándolas del agua, pronto se convertían en rocas pequeñas, romas, secas y terriblemente silenciosas. Las privaba de su encanto y se privaba a un tiempo de él, para empezar a acumular un peso innecesario del que, tarde o temprano, debería deshacerse de todos modos. Tantas cosas que no podían ser apresadas ni retenidas... como los copos de nieve que descendían suavemente a la palma de su mano para fundirse en un segundo, sin darle a penas tiempo de poderlos contemplar.

Por todo esto sabía que incluso las estrellas podían morir entre nuestros brazos. Cuando perseguimos lo que creemos un sueño y no deja de ser una ilusión y, como el protagonista del Rayo de Luna, recorremos sin descanso los senderos para hallar al fin una amarga decepción.
Otras veces nuestro sueño es real, pero no puede vivir mucho más allá de nuestro reencuentro. Con suerte llegamos a tiempo para despedirnos, y verlo morir en paz sabiendo que ha cumplido su misión al conducirnos hasta ese abrazo. Puede que naciera de una necesidad extinta a lo largo del trayecto, tal vez perdió sentido al crecer. Todo parece perder sentido cuando su luz se apaga, y quisiéramos morir junto a esa estrella que nos guió tantas noches.


Pero el camino sigue, desapareciendo tras nuestros pasos, y abriéndose frente a ellos.

Por eso en esas noches más oscuras, y aún bajo la sombra de la luna, uno se acerca a la orilla del mar, como un niño que abraza las faldas de esa abuela querida, cuyos ojos y oídos han sido testigos de la aparición y la desaparición de generaciones enteras. Entonces ella comparte con nosotros el manto de oscuridad y nos acuna en su regazo con ese arrullo que como un encanto, sin necesidad de ser entendido, devuelve algo de paz a nuestras pequeñas y torturadas existencias. Como olas que se alejan para regresar, mientras vivimos todo nos es arrebatado y todo nos es devuelto: Nada se pierde, todo se transforma.

Un hocico húmedo, o cualquier otro tacto, nos sorprende buscando nuestra mano, rompiendo la quietud de este templo de soledad, casi molestándonos... Poco después en la arena se enciende un fuego entorno al que se empiezan a reunir viejos conocidos, llegados tal vez de muy lejos, a los que hacía tiempo que no veíamos, a los que incluso creíamos haber olvidado. La tristeza de la despedida se convierte en el gozo del reencuentro.

Todo vuelve a empezar, otra vez.

2 comentarios:

Violeta dijo...

Qué guapo Bécquer ;)

Pd.: solucionado ya el problema, lo mismo que vino... se fue :)

Vaelia dijo...

Gracias de nuevo, Violeta, me alegra volverte a leer por aquí :)