Los primeros retoños aparecieron en la base de un árbol sagrado que cayó en el templo sintoísta de Tsurugaoka Hachiman-gu (Kamakura, antigua capital del Japón, prefectura de Kanagawa) al empuje de un ventarrón en marzo último (...). Ese árbol llamado ginkgo, de treinta metros de altura, tenía al menos 800 años y se consideraba sagrado. La administración del tempo pidió consultas a unos científicos, los que aconsejaron volver a colocar en el suelo las raíces del árbol que habían quedado intactos. Y he aquí que la base del antiguo árbol dio los primeros retoños.(...) Tsurugaoka Hachiman-gu puede considerarse el principal entre los numerosos templos sintoístas de Kamakura. El ginkgo fue su símbolo a lo largo de siglos y se protegía como un objeto sagrado. (...)
La foto del árbol cuando aún no había sido arrancado, la encontré en la página de Oscar Terrapin, dónde se pueden encontrar además otras imágenes del citado templo. Quise encontrarla, al imaginar cómo debieron recibir la noticia - para la mayoría de lectores anecdótica- aquellas personas ( incluso familias o comunidades) que conocían al viejo árbol sagrado, bajo el cual debieron amontonarse durante tantos años pensamientos, gestos y recuerdos.
Es conocida y admirada la capacidad de los árboles para reverdecer, tras el golpe del hacha o del rayo, tras la caricia devastadora del fuego (1). Y ésta es, de hecho, una de las lecciones más importantes que la contemplación de los árboles nos puede ofrecer.
También nosotros estamos expuestos a la devastación de nuestro universo personal, del modo en el que creemos que se puede ordenar el mundo, el modo en el que entendemos a nuestros congéneres y a nosotros mismos... de un día para otro, aunque el proceso pueda ser dilatado en el tiempo, perdemos todo lo que creíamos seguro. Pero la vida sigue, y ese impulso incesante como el latido de un tambor inagotable nos lleva a descubrir nuevos órdenes y significados, a abrir caminos nuevos hacia claridades y sombras aún desconocidas, a establecer nuevas relaciones o redirigir las que ya teníamos... El impulso sigue y no nos concede por el momento el cerrar los ojos y dormir el sueño de los muertos, pues los mecanismos de la vida, primarios como las raíces, aún funcionan y no nos queda más remedio que terminar aceptando que nos queda aún mucho por ver y por hacer.
Es conocida y admirada la capacidad de los árboles para reverdecer, tras el golpe del hacha o del rayo, tras la caricia devastadora del fuego (1). Y ésta es, de hecho, una de las lecciones más importantes que la contemplación de los árboles nos puede ofrecer.
También nosotros estamos expuestos a la devastación de nuestro universo personal, del modo en el que creemos que se puede ordenar el mundo, el modo en el que entendemos a nuestros congéneres y a nosotros mismos... de un día para otro, aunque el proceso pueda ser dilatado en el tiempo, perdemos todo lo que creíamos seguro. Pero la vida sigue, y ese impulso incesante como el latido de un tambor inagotable nos lleva a descubrir nuevos órdenes y significados, a abrir caminos nuevos hacia claridades y sombras aún desconocidas, a establecer nuevas relaciones o redirigir las que ya teníamos... El impulso sigue y no nos concede por el momento el cerrar los ojos y dormir el sueño de los muertos, pues los mecanismos de la vida, primarios como las raíces, aún funcionan y no nos queda más remedio que terminar aceptando que nos queda aún mucho por ver y por hacer.
Notas: (1) En el blog Tradición Clásica , de Gabriel Laguna, hay un post al respecto del sintagma latino "Ab Ipso Ferro" (del hierro mismo), originario de una Oda de Horacio en la que equipara la recuperación y regreso con fuerzas renovadas de las tropas romanas, al reverdecer con fuerza redoblada de la encina herida por el hierro de las hachas. Posteriormente, otros poetas retomarían este motivo, como Fray Luis de León y Antonio Machado.
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