Acapulco, 25 de Noviembre de 2009
Estoy de nuevo en la playa, muy lejos de casa. Estamos a finales de noviembre, pero aquí es verano, el mismo que no tuve la sensación de vivir en el DF. Miro por la ventana y recuerdo mi aolescencia, cuando soñábamos con viajar y tomábamos los trenes de la costa, anotando en nuestros diarios los nombres de las ciudades que pisábamos por primera vez como auténticos hitos, por más que el trayecto realizado raramente durara más de una hora.
Ahora que estoy en otro país, en otro continente, no siento que las cosas allá afuera hayan cambiado demasiado en realidad.
Ahora que estoy en otro país, en otro continente, no siento que las cosas allá afuera hayan cambiado demasiado en realidad.
Sigo con la vista el hilo espumoso en el que el océano se amansa para besar suavemente la tierra, convertida en arena. Es un paisaje herido por la mano del hombre, y es difícil imaginar cómo debió ser en los tiempos en los que ni el cemento ni el asfalto ni los cables existían... pero este es el mundo en que hemos nacido. Aún somos criaturas viviendo a los pies de la inmensidad, del mar y las montañas y los cielos, pero no somos conscientes.
En aquel tiempo, cada vez más lejano, me parece que todo nos parecía aún posible. No pensábamos - ni por un instante - que nada procedente del exterior pudiera hacernos bajar la cabeza. El deseo, el sueño, era como un fuego en el centro de nuestro ser, era un tesoro, como una semilla única y preciosa que debía esperar el tiempo adecuado para ser sembrada y crecer, cobijarnos y dar sus frutos en nuestro futuro. Era entonces lo más valioso que teníamos, era el motor de nuestras vidas, mientras íbamos cumpliendo, en la línea de la suficiencia, sin concederles nunca demasiada importancia, aquellas obligaciones cotidianas, que nos parecian tan altamente cuestionables. Todo era un juego, entonces. Posiblemente lo que nos jugábamos era nuestra propia vida, lo que sería de nosotros, un juego serio... pero no dejaba de ser un juego, un reto, una aventura.
En aquel tiempo, cada vez más lejano, me parece que todo nos parecía aún posible. No pensábamos - ni por un instante - que nada procedente del exterior pudiera hacernos bajar la cabeza. El deseo, el sueño, era como un fuego en el centro de nuestro ser, era un tesoro, como una semilla única y preciosa que debía esperar el tiempo adecuado para ser sembrada y crecer, cobijarnos y dar sus frutos en nuestro futuro. Era entonces lo más valioso que teníamos, era el motor de nuestras vidas, mientras íbamos cumpliendo, en la línea de la suficiencia, sin concederles nunca demasiada importancia, aquellas obligaciones cotidianas, que nos parecian tan altamente cuestionables. Todo era un juego, entonces. Posiblemente lo que nos jugábamos era nuestra propia vida, lo que sería de nosotros, un juego serio... pero no dejaba de ser un juego, un reto, una aventura.
No entiendo como puede ser que con los años olvidemos con tanta facilidad esas cosas. Por eso, estando aquí, en este paréntesis de verano abierto a finales del otoño - si eso no es mágia, ya me dirán qué lo es- me encuentro buscando a tientas algún compartimento secreto de mi ser, y saco un pequeño pero pesado baúl que he traído conmigo todos estos años. Respiro tranquila al sentir el latido en su interior, al saber que a pesar del tiempo que ha pasado, de las trampas en las que yo sola he caído, y aquellas otras a las que de algún modo he sido empujada, he cumplido la promesa de conservar el tesoro.
Que no lo haya abierto, que no sepa si algún día llegaré a hacerlo, si me será dado descifrar esa partícula de misterior que no me pertenece sólo a mí, y cruzar un umbral que no puedo imaginar, es secundario en este momento.
Puedo mirar alrededor y ver qué ha sido de las semillas que planté, de aquellas que cayeron por azar. Las que han crecido bajo mi atención y a espaldas de la misma. Conforman el paisaje de lo que es ahora mi vida, debo concluir que no es un mal lugar para vivir.
Que no lo haya abierto, que no sepa si algún día llegaré a hacerlo, si me será dado descifrar esa partícula de misterior que no me pertenece sólo a mí, y cruzar un umbral que no puedo imaginar, es secundario en este momento.
Puedo mirar alrededor y ver qué ha sido de las semillas que planté, de aquellas que cayeron por azar. Las que han crecido bajo mi atención y a espaldas de la misma. Conforman el paisaje de lo que es ahora mi vida, debo concluir que no es un mal lugar para vivir.
2 comentarios:
"esa partícula de misterio que no me pertenece solo a mí y cruzar un umbral" te refieres a algo más espiritual, más universal, más cósmico, una unión absoluta, cuando el chakra de arriba -el de la cabeza- mantenga pleno equilibrio con el de abajo -en los pies-. La verdad es que más bien hablo de mí ;p de la búsqueda en la que me encuentro sumergida para desvelar lo que queda -poco gordo-, que me revelará más.
Bonitos los cambios de fotos que has puesto hoy ;)
Un saludo desde una Granada (España) cada año menos gélida.
Acapulco, por cierto, suena a paraíso...
Gracias Violeta :)
Una de las ideas reincidentes en mi manera de configurar el mundo es que el "destino" es algo que llevamos en nuestro interior, un potencial, algo así como la forma en la piedra que el escultor debe sacar a la luz a base de eliminar el sobrante.
Pero el potencial, en sí, no es nada sin el trabajo del escultor, que permite que se realice en el plano concreto.
Es posible que otros vean, desde fuera, lo que podemos llegar a ser, aunque esto sea un misterio para nosotros. Pero por suerte o por desgracia, por mucho que otros vean o dejen de ver, nadie puede hacer el trabajo en nuestro lugar.
Uno debe encontrar, por tanto, el modo y el ritmo que demanda su naturaleza. Podemos demorarnos en encontrarlos, y puede ser que lleguemos al fin de nuestros días sin haberlos hallado, pero tal vez sea uno de esos casos en los que importa más vivir el camino que alcanzar una meta final. Uno de esos casos en que, una vez llegamos a un horizonte deberíamos preocuparnos si no hay otro que se dibuje ante nuestra mirada, pues sería el equivalente a haber muerto antes de que nuestra vida biológica llegara a su término.
PD: En realidad, al menos la zona en la que estuve, Acapulco se parece más a cualquier ciudad costera y turística que a un paraiso virgen. Imagino que precisamente gracias a eso me trajo tantos recuerdos, era como estar a 20 minutos de casa, y darse cuenta de que "No es dónde estamos, sino cómo estamos", nuevamente. Es algo que creo, y puedo escribirlo muchas veces, pero nada sustituye a la experiencia.
Saludos,
Vae.
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