Una escena vino a mí cierta noche de invierno, hace un tiempo ya. Desde una colina podía ver el enfrentamiento de dos caballeros, que representaban caminos, tendencias, u opciones irreconciliables y, sin embargo, igualmente válidas. No tomaba partido, simplemente observaba. A pesar de los sonidos y la agitación que reinaba en la planicie, sobre el pequeño monte reinaba una calma silenciosa, desinteresada, que parecía tener más sentido y profundidad que los hechos y consecuencias que se arremolinaban a los pies del pequeño monte. Había un árbol en aquella colina, y los rayos de luz solar parecían jugar con el verde de sus hojas, mecidas por la suave brisa, y perseguirse alegremente en la rugosidad de la corteza. Y, sin embargo, no había contradicción.
No busqué esa escena – no estaba visualizando, ni meditando... de hecho estaba aburriéndome en un turno de trabajo nocturno y solitario - , aunque es posible que fuera invocada con el fin de responder una necesidad derivada de las circunstancias que vivía por aquel entonces. Sin embargo la experiencia (que no debió de durar más que un puñado de segundos) quedó registrada como algo importante, antes de deshacerse como un copo de nieve que llega al suelo, y perderse en la corriente del pensamiento habitual.
Sabemos que, en ocasiones, es necesario tomarse un tiempo y darse un espacio. Que vamos corriendo por la vida - prácticamente pisoteándola como una manada en estampida -, espoleados por todas esas cosas que no dejan de pasar, y nos vemos de reojo en el espejo y nos decimos “aguanta un poco, cuando esto o aquello termine podremos detenernos a descansar”. Sin embargo, ese momento parece no llegar nunca. En la carrera son los sucesos, alarmas, problemas y urgencias los que se relevan, en lugar del pobre corredor. Incluso si llega un día libre, o unas vacaciones, en vez de concebirlos como una oportunidad de descanso y distensión sólo vemos un ramillete de factores estresantes. Mientras que si realmente llegamos a detenernos, a quedarnos en la cama o el sofá, nos desquiciamos porque una parte de nuestra mente está martilleando con la retahíla de cosas que deberíamos estar haciendo.
El tiempo y el espacio que necesitamos no están situados en el mismo nivel en el que solemos vivir. Seguramente, unos pocos minutos, incluso unos segundos, pudieran ser suficientes. Del mismo modo, no necesitamos realmente movernos del sitio en el que estemos, sino saber desplazar nuestra atención. Subir a la colina y observar desde allí como las cosas pasan: Todas las cosas. Vienen pasando desde antes de que naciéramos y seguirán pasando después de nuestra muerte. Sobre algunas tenemos cierta incidencia, sobre otras no.
Preocuparse no suele servir de mucho, pero muchas veces sentimos que estas cosas que pasan nos pasan a nosotros, nos afectan. Estamos tan apegados a esta corriente sinfín de sucesos que es posible que lleguemos a identificarnos con ella (“así es mi vida”) y no nos damos cuenta que esa corriente no puede albergar la totalidad de nuestro ser o de nuestra experiencia vital, por un lado, y que existen otras opciones, por otro. Es como ver todo el tiempo, una y otra vez, la misma película, porque no te das cuenta que puedes cambiar de canal y sintonizar otro, usar el DVD, o simplemente apagar la televisión un rato.
Ese apartarse para obtener perspectiva, esa atención que necesitamos prestar a aspectos de nuestra experiencia vital para los que a veces ni siquiera tenemos un nombre, no tiene porqué significar un retiro del mundo. Significa simplemente entender que “el mundo” (así, en genérico) forma parte de nuestra realidad, y no a la inversa.
También significa pensar acerca de la soledad. Tal vez la versión más conocida de la soledad sea ese tipo de angustia debida al hecho de no ser capaces de relacionarnos de manera satisfactoria con otras personas. Por más que digan, la idea de que esa soledad los eleva por encima de otros, que el no ser comprendidos nos convierte en una especie de héroes o sabios enfrentados al “mundo” o a la “sociedad”, es una soberana estupidez.
Todos estamos solos, en algún momento. Incluso cuando estamos rodeados de personas que corresponden nuestra atención o nuestro amor, o con las que nos entendemos perfectamente. Hay un momento en el que llegamos a algo que sabemos que no podremos comunicar, en el que deberemos enfrentarnos a ciertas preguntas cuya respuesta no podremos encontrar en otros, o en ninguna parte de lo que entendemos como “el exterior”. Esa soledad, a su manera, es un lugar desde el que tomaremos las resoluciones que el deber o la voluntad nos dicten.
Sentir que debemos acudir a nuestra colina, a ese lugar de soledad y desapego, en el que tantas de las cosas que discurren en nuestra vida pierden su importancia, en el que soltamos tantos elementos a los que normalmente nos aferramos, puede darnos cierto miedo. Sin embargo es el tipo de miedo que lleva a los niños a no quererse bañar... todos sabemos que luego el trabajo es conseguir sacarlos del agua.
No significa dar la espalda o actuar contra el mundo, u otras personas, significa tomar lo que es nuestro por derecho de nacimiento, empezando a vivir en el sentido más amplio y profundo de la palabra. Es necesario trabajar en el mundo, con el mundo y para el mundo como una parte valiosa de nuestra realidad... pero no es necesario recortarse o mutilarse para caber en ese mundo. Estaremos solos siempre, porque necesitamos esa perspectiva y ese espacio únicos. Esto no significa que no podamos crear o debamos renunciar a relaciones satisfactorias con otras personas, sino que no nos vamos a permitir que nuestro camino se vea condicionado innecesariamente.
Supongo que la imagen de la colina surgió porque evoca esa posibilidad de ver desde otra perspectiva y al mismo tiempo poder hacer el camino de ida y regreso sin demasiada dificultad (no es una isa incomunicada, ni una enorme cima que escalar). Escribiendo estas líneas pienso también que la colina es un lugar seguro cuando un torrente emocional se desborda inundando el valle. Pero ese lugar seguro podría adoptar muchas otras formas e imágenes. Porque ese Lugar Seguro será también el refugio último, pues allí se encuentran almacenadas todas las semillas y todo el conocimiento necesario para volver a construir un mundo, cuando sabemos que aquel que solíamos habitar ha llegado a su fin, y sin embargo, aún perplejos, nosotros seguimos vivos.
No busqué esa escena – no estaba visualizando, ni meditando... de hecho estaba aburriéndome en un turno de trabajo nocturno y solitario - , aunque es posible que fuera invocada con el fin de responder una necesidad derivada de las circunstancias que vivía por aquel entonces. Sin embargo la experiencia (que no debió de durar más que un puñado de segundos) quedó registrada como algo importante, antes de deshacerse como un copo de nieve que llega al suelo, y perderse en la corriente del pensamiento habitual.
Sabemos que, en ocasiones, es necesario tomarse un tiempo y darse un espacio. Que vamos corriendo por la vida - prácticamente pisoteándola como una manada en estampida -, espoleados por todas esas cosas que no dejan de pasar, y nos vemos de reojo en el espejo y nos decimos “aguanta un poco, cuando esto o aquello termine podremos detenernos a descansar”. Sin embargo, ese momento parece no llegar nunca. En la carrera son los sucesos, alarmas, problemas y urgencias los que se relevan, en lugar del pobre corredor. Incluso si llega un día libre, o unas vacaciones, en vez de concebirlos como una oportunidad de descanso y distensión sólo vemos un ramillete de factores estresantes. Mientras que si realmente llegamos a detenernos, a quedarnos en la cama o el sofá, nos desquiciamos porque una parte de nuestra mente está martilleando con la retahíla de cosas que deberíamos estar haciendo.
El tiempo y el espacio que necesitamos no están situados en el mismo nivel en el que solemos vivir. Seguramente, unos pocos minutos, incluso unos segundos, pudieran ser suficientes. Del mismo modo, no necesitamos realmente movernos del sitio en el que estemos, sino saber desplazar nuestra atención. Subir a la colina y observar desde allí como las cosas pasan: Todas las cosas. Vienen pasando desde antes de que naciéramos y seguirán pasando después de nuestra muerte. Sobre algunas tenemos cierta incidencia, sobre otras no.
Preocuparse no suele servir de mucho, pero muchas veces sentimos que estas cosas que pasan nos pasan a nosotros, nos afectan. Estamos tan apegados a esta corriente sinfín de sucesos que es posible que lleguemos a identificarnos con ella (“así es mi vida”) y no nos damos cuenta que esa corriente no puede albergar la totalidad de nuestro ser o de nuestra experiencia vital, por un lado, y que existen otras opciones, por otro. Es como ver todo el tiempo, una y otra vez, la misma película, porque no te das cuenta que puedes cambiar de canal y sintonizar otro, usar el DVD, o simplemente apagar la televisión un rato.
Ese apartarse para obtener perspectiva, esa atención que necesitamos prestar a aspectos de nuestra experiencia vital para los que a veces ni siquiera tenemos un nombre, no tiene porqué significar un retiro del mundo. Significa simplemente entender que “el mundo” (así, en genérico) forma parte de nuestra realidad, y no a la inversa.
También significa pensar acerca de la soledad. Tal vez la versión más conocida de la soledad sea ese tipo de angustia debida al hecho de no ser capaces de relacionarnos de manera satisfactoria con otras personas. Por más que digan, la idea de que esa soledad los eleva por encima de otros, que el no ser comprendidos nos convierte en una especie de héroes o sabios enfrentados al “mundo” o a la “sociedad”, es una soberana estupidez.
Todos estamos solos, en algún momento. Incluso cuando estamos rodeados de personas que corresponden nuestra atención o nuestro amor, o con las que nos entendemos perfectamente. Hay un momento en el que llegamos a algo que sabemos que no podremos comunicar, en el que deberemos enfrentarnos a ciertas preguntas cuya respuesta no podremos encontrar en otros, o en ninguna parte de lo que entendemos como “el exterior”. Esa soledad, a su manera, es un lugar desde el que tomaremos las resoluciones que el deber o la voluntad nos dicten.
Sentir que debemos acudir a nuestra colina, a ese lugar de soledad y desapego, en el que tantas de las cosas que discurren en nuestra vida pierden su importancia, en el que soltamos tantos elementos a los que normalmente nos aferramos, puede darnos cierto miedo. Sin embargo es el tipo de miedo que lleva a los niños a no quererse bañar... todos sabemos que luego el trabajo es conseguir sacarlos del agua.
No significa dar la espalda o actuar contra el mundo, u otras personas, significa tomar lo que es nuestro por derecho de nacimiento, empezando a vivir en el sentido más amplio y profundo de la palabra. Es necesario trabajar en el mundo, con el mundo y para el mundo como una parte valiosa de nuestra realidad... pero no es necesario recortarse o mutilarse para caber en ese mundo. Estaremos solos siempre, porque necesitamos esa perspectiva y ese espacio únicos. Esto no significa que no podamos crear o debamos renunciar a relaciones satisfactorias con otras personas, sino que no nos vamos a permitir que nuestro camino se vea condicionado innecesariamente.
Supongo que la imagen de la colina surgió porque evoca esa posibilidad de ver desde otra perspectiva y al mismo tiempo poder hacer el camino de ida y regreso sin demasiada dificultad (no es una isa incomunicada, ni una enorme cima que escalar). Escribiendo estas líneas pienso también que la colina es un lugar seguro cuando un torrente emocional se desborda inundando el valle. Pero ese lugar seguro podría adoptar muchas otras formas e imágenes. Porque ese Lugar Seguro será también el refugio último, pues allí se encuentran almacenadas todas las semillas y todo el conocimiento necesario para volver a construir un mundo, cuando sabemos que aquel que solíamos habitar ha llegado a su fin, y sin embargo, aún perplejos, nosotros seguimos vivos.
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