domingo, 24 de octubre de 2010

Gandhi y la lata de atún

Hace tiempo que no publico una nota o fragmento de prensa. Sigo leyendo los periódicos, como un reto, un intento de localizar uno o varios destellos de algo más o menos esperanzador entre la habitual sucesión de desgracias. La proporción entre lo uno y lo otro no me abruma. Como he comentado en alguna ocasión, no se trata de obsesionarse con el mal, ni tampoco de ignorarlo o negarlo, sino de hacer algo que valga la pena ser hecho, a pesar la larga sombra que proyecta sobre nuestras vidas.

Sin embargo, las personas que se que se ocupan en hacer y crear esas cosas que valen la pena, y compartirlas con otros, que en resumidas cuentas llevan a cabo una activa resistencia en múltiples frentes contra el guión dramático que parece imponerse sobre la actualidad (y no me refiero a la mexicana, sino a la mundial), raramente se dan a conocer en estos grandes medios. Uno las encuentra más a menudo en sus casas, en sus centros de trabajo, en pequeñas comunidades, o en algún rincón de internet, un blog, un podcast. Cada vez que doy con uno de ellos, despiertan mi admiración. Cada vez que descubro que allí había alguien con la luz prendida, por pequeña que sea, y aunque yo, como tantos otros, la ignoraran hasta el momento, doy las gracias porque sean muchos los que están dispuestos a hacer algo bueno, en muchas ocasiones sin esperar nada a cambio.

Dicho esto, hace unos días encontré uno de esos escritos que contra la tendencia antes mencionada, sí aparecen en prensa, y nos animan a seguir haciendo lo que creemos correcto, a pesar de los pesares. Y aquí está.

Gandhi y la lata de atún
Verónica Murguía (Las rayas de la cebra)
Publicado en La Jornada, el 17 de octubre de 2010


"Mientras escribo estas líneas miro la portada de un libro editado por Thomas Merton que recoge algunas ideas de Mahatma Gandhi acerca de la no violencia y sus posibilidades espirituales y políticas. (...)

Yo aspiro a ser pacifista, pero soy la peor del mundo. En los días que precedieron el bombardeo de Bagdad hice como doscientos letreros en los que se leía simplemente la palabra paz. Iba por todas partes con mis letreros bajo el brazo y pedía permiso para pegarlos en los escaparates de las tiendas. Entonces entré a una de ésas en las que hay incienso, fuentecitas y ángeles por todos lados. Me pareció apropiadísimo para poner un letrero pacifista, pues en la puerta se ofrecía “ayuda espiritual” y vendían cuarzos, gotas de Bach y cosas tranquilizadoras. Me llevé un chasco. Dijeron que no y que “ellos no se metían en cosas de ésas”. Les menté la madre. Gandhi me hubiera puesto como chancla. Decía de la gente como yo: quienes aspiran a ser pacifistas pero persisten en ser violentos –una mentada de madre es violencia– son hipócritas, deshonestos y cobardes.

Después de este incidente han pasado muchas cosas. ¿Quién me iba a decir que mis carteles serían apropiados para la situación mexicana? (...)

Sigo siendo una pésima aspirante a la ahimsa o paz. Bastan diez minutos de propaganda del Senado, gobierno federal, la Fundación Fox, Televisa o TV Azteca, para que se me vayan los estribos. Pero mis reflexiones, vertidas en el molde de nuestra realidad, tienen la paz, la resistencia no violenta a la brutalidad y la preservación de lo humano, como tema.

Lo que me lleva a la lata de atún. Una noche iba de regreso a mi casa cuando escuché en la radio a dos periodistas quienes, estupefactos, se preguntaban qué pasaba que casi nadie llevaba ayuda a la Cruz Roja para los damnificados de Veracruz, Chiapas y Oaxaca. Decían, con razón, que en ocasión del terremoto que destruyó Puerto Príncipe, la ayuda fue tan abundante que no había dónde ponerla. ¿Y ahora?

Tengo una hipótesis: estamos exhaustos. Escuchamos a diario noticias de balaceras, levantados, narcofosas, etcétera. Los desastres naturales son la cereza de un pastel horroroso y, además, nadie quiere que le tomen el pelo y que su donación sea usada como propaganda política, o robada por funcionarios sin escrúpulos. En el caso haitiano, tal vez la gente se dijo: yo doy lo que pueda y que se hagan bolas en Haití. Si se lo roban, será asunto de sus conciencias.

Bueno, pues en este caso, dar la lata, aunque le pongan su calcomanía del PRI, como decían que estaba haciendo el gobernador de Veracruz, es resistencia pacífica. Sabemos lo que puede pasar, es decir, que hagan caravana con nuestro sombrero. Que acabe en la mesa de una persona corrupta. Lo sabemos. Nadie nos está haciendo tontos. Damos a pesar de ellos. Damos porque no podemos permitir que también nos quiten (junto con la posibilidad de trabajar y vivir en paz) la disposición a ser solidarios. Damos porque es una forma de diferenciarnos de ellos, los que están del lado de la descomposición y la indiferencia. Damos porque un acto solidario en estas circunstancias es un acto libérrimo y soberano. Nadie nos obliga a dar la lata de atún. Todo conspira en contra: el tráfico, el hastío, el temor a que no llegue a manos del hambriento, la desesperanza. Pero si lo damos a sabiendas de todo esto, nos alejamos del camino que lleva a este país a convertirse, de una sociedad, en una turba de gente con la boca abierta frente a la tele.

Demos, pues. "

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