viernes, 17 de julio de 2009

"Los bellos caminos que no llevan a ningún lugar"

Tengo el esbozo del escrito de la semana, no obstante se me cruzó una traducción que creo interesante reproducir aquí, tanto por su sentido literal como, en cierto modo, aquél metafórico que se le puede intuir.

Prudenci Bertrana: "Els bells camins que no menen enlloc" en Proses bàrbares, 1911


Los bellos caminos que no llevan a ningún lugar

No todo son rutas anchas y planas las que enlazan la tierra; no todo son vías utilitarias marcadas en el mapa, ingeniadas con teodolito, profanadoras de bellas soledades abiertas con detestables herramientas que rasgan montañas, agujerean rocas y afean riberas y por donde pasan deprisa la angustia, la vanidad, las tristezas más horribles y las más viles alegrías. No todo son tampoco humildes carreteras que ondean y divagan hacia muy lejos, ásperas y desniveladas. Ni todo son senderos hendidos por la huella del hombre que mata la hierba, bruñe las peñas, pisotea el barro y muele la arena. Entre unos y otros, como sutiles hilos de telaraña, invisibles, desconocidos, por los que no transita nadie que lleve prisa, ni que sepa con demasiada certeza dónde va y lo que busca, están los míos, los que yo sigo, los que a mí me gustan.

Caminos de atrevimiento, de osadía; surcos imperceptibles en la frondosidad de las matas, hileras de pisadas en los humedales; rastros que a penas ajan el musgo en la umbría, agujerean las zarzas en las ramblas o desprenden los cantos en las simas. No son rodeos ni atajos, ni van a ningún lugar, pues se interrumpen y recomienzan caprichosamente, se funden y se reencuentran sin pensarlo como estelas de vagancia o de exploraciones azarosas. Según cómo, terminan a la vera de un acantilado o en el umbral de un bosque impenetrable, al fondo de un hoyo obstruido de maleza, o al pie de un escarpado roquedal que se desmorona. Parece que busquen lo más ingrato a la huella humana, el peligro, lo imposible. Y nadie sabe si lo traspasan. Porque que el rastro se pierda, no significa que se haya detenido el camino. ¿ Quién puede detener a los caminantes de estos caminos?

Cada uno de ellos es un ser misterioso. ¿ Dónde iba, qué ilusión, qué necesidad, que obsesión lo empujaba? Triste, alegre, vencido o vencedor, perseguido o persiguiendo, el primero que se ha abierto paso allí donde no había está lleno de coraje, es un indómito. De su gesta ignorada, no queda otra señal que unos tallos rotos y unas hebras de ropa misteriosa prendidas en las espinas; pero llegarán otros que, animados por aquellos indicios, se lanzarán sin temor por el ligero sendero, seguros de superarlo, porque por allí donde ha pasado uno, pasan dos, y pasan cien. Quien no haya transitado por estas sendas desconoce la poesía de caminar y la inquietud de perderse. Nunca el viandante determinado, que espera anhelante llegar a término, sabrá lo que deja, lo que pierde, lo que abandona al lado de la ruta; en los flancos de las montañas que costea, en el fondo de los bosques que atraviesa, en las lejanías que entrevé. Los grandes enigmas de belleza que se presentan al otro lado de las cunetas, de los puentes y los terraplenes son lo que encanta al viajero, lo que le retiene cerca de la puerta del vagón o de la diligencia.

¡Ay del que no puede entretenerse!, ¡Pobre del que sea esclavo de los horarios y de los hitos kilométricos! ¡Correr mundo! He aquí una gran blasfemia. ¿ Para qué correr? ¿ Qué deleite da correr? Si os gusta saber algo del oreo en la espesura de los bosques, de los olores íntimos de los márgenes floridos, de los murmullos de las aguas vírgenes y de la bondad y suavidad del corazón de las montañas, es preciso menospreciar el tiempo, las brújulas y el dinero; es necesario hacerse cazador, contrabandista, boyero o leñador; es necesario transitar lastimosamente por los senderos que no llevan a ningún lugar. Ellos os mostrarán, no obstante, si es que tenéis confianza en su discurrir atrevido y valentía para seguirlos cuando remontan formidables cumbres, todos los misterios de las simas y todas las cavilaciones de las alturas. Y llegaréis a las encantadoras profundidades, junto al charco de agua cristalina donde el jabalí se abreva; al pinar sombrío donde las palomas zuritas duermen; y al muro de roca donde anidan los mochuelos y los zorros se esconden.

Por los senderos simplicísimos, es necesario ir con una gran valentía de corazón y una gran sencillez de ropa. A veces no son más que claros enigmáticos entre lo boscoso. No pasaríais sin dejar un pedazo de ropa, un fragmento de piel o una gota de sangre de vuestras venas. Son estrechos, son angustiantes, están rodeados de púas que se abalanzan sobre vosotros como garfios de bestia, están obstruidos de madreselva y de zarzas que os traban y detienen. Pero, ¿y después? Cuando los encontráis alfombrados de hojarasca o de musgo esponjoso, cuando planean por un viñedo muerto o por la húmeda lisura de una torrentera, ¡qué suavidad y qué deleite os dan y con qué rumor tan grato responden a vuestros pasos!

No os preocupe nunca el entrecruzamiento laberíntico de los hermosos caminos de solitud; todos son buenos, en todos hay poesía; al fin de todos encontraréis una visión de rusticidad sencilla y encantadora: el derribo de una masía, una cabaña abandonada, un campo desierto donde, en la rama más alta de una higuera muerta, late un andrajo, enseña de pobreza que os hace pensar en la casita chica, en las vacas magras, en el fuego de rastrojos y en la viejita adolorida que permanece en la banca. A menudo el camino divaga por montes desiertos; es una esfumadura de grisez más clara en las losas, un hueco en los arbustos; o bien rodea un yermo que forma un cerro, viéndose en la hierba seca como el rastro de unos dedos acariciando a contra pelo el lomo sedoso de un manso animal. Después va a parar a una cueva donde se adivina el refugio de un vagabundo, a la madriguera de boca ahumada por el ingenio de un cazador que intenta ahuyentar de allí un animal, y más allá traspasa una artiga que huele a tierra removida, en medio de la cual veréis una olla de hierro tiznada, unos zuecos, una pila de patatas. Y estos objetos, confiadamente dejados, os afirman en la certeza de que, allí, no transita otra alma viviente que la del valeroso artiguero, habitante de otro terreno ¡sabe Dios a cuántas horas de distancia ! Entonces los ojos del perdiguero y la vida del perdiguero se os convierten en amables y necesarios, como único amparo a vuestro aislamiento, y la caricia surge espontánea. Lo llamáis y él viene, y frente al sol melancólico que decanta en la puesta – hora ferviente para las almas emotivas – lo mimáis un instante.

Por los senderillos que no llevan a ningún lugar, no encontraréis hostales ni tabernas, pero no os faltarán – lo digo en verdad – paradores tan limpios y agradables como los de un camino real. Refugios amistosos y tibios, con hojarasca para sentarse, con ramitas para encender y con rocas llanas y limpias para servir de mesa. Y allí aún encontraréis cenizas de hogueras improvisadas (...) Y no sé qué extrañas envidias os despierta el desconocido que se ha detenido en aquel lugar antes que vosotros. Adivináis la media hora vivida reposando a pleno sol, en plena orgía de la vista entretenida, con el puro contento de una frugalidad heroica; y, aunque no seáis filósofos, aquellos restos os invitan a meditar como un borroso jeroglífico de felicidad terrenal.

Llega, no obstante, un momento en el que los senderos enigmáticos bajo la amenaza de la noche cercana, toman una indeterminación atemorizadora. No temáis: un poco de instinto de orientación y la firme confianza en vuestras piernas, y aquello que parece más traidor os guiará. Todos se escapan al final hacia las vías transitadas de las que han salido y a las que regresan infaliblemente. Ésta es su única esclavitud.

Y llega el momento en que oteáis la ciudad a lo lejos. La sensación es de disgusto. Sobre ella flotan nieblas negras y pesadas, y las farolas brillan tenues y tristes. Al llegar os extraña ese gentío que transita demasiado serio o demasiado risueño dentro de los vestidos lujosos, gesticulando de una manera postiza y almidonada. Vienen de admirar una película o una decoración teatral. Convienen que la naturaleza es bella. Convienen también que lo más estúpido y anticuado del mundo es ir a pie. Realmente se puede viajar sin fatigarse ni estropear la piel o la ropa. Pero ellos ignoran que la tierra no se deja pisar impunemente. Exige al hombre la piel muerta, sudor y alguna salpicadura de sangre. Los cartoncillos que se despachan en las taquillas de las estaciones, y que a todos nos parecen tan económicos, ¡se han pagado a un alto precio por hermanos nuestros que transitaban con mucha pena por los desmontes y túneles de los caminos modernos! El tributo a la tierra se entregó al progreso, y ahora se pasea con zapatos de charol y durmiendo en cómodas butacas.

Yo no anatematizo en absoluto al progreso, pero quisiera que se acordaran de esto y no hablaran tanto de las maravillas lejanas, inasequibles a los que no podemos pagar nuestro pasaje más que con las propias duricias y los propios sudores. ¡Oh!, Las grandes y espléndidas ciudades del extranjero, la sublimidad de los Alpes y de las cascadas del Niágara... Y bien, sí, pero decidme: ¿ Qué honestas y desoladoras bellezas se esconden en el azul de la pequeña montaña que se ve desde vuestra casa?


¡Nadie lo sabe!


2 comentarios:

Sibila dijo...

Magnífico, maravilloso... en el sentido literal, me recuerda a muchos episodios de mi infancia. En el metafórico... me ha volcado luz sobre algo que lo necesitaba.

Muchas gracias.

Vaelia dijo...

Precisamente pensé que te gustaría cuando decidí publicarlo en el blog :)

Creo que somos afortunados, aquellos a los que nos recuerda episodios de la infancia... para los que no, sólo apuntar que siempre se puede aprender algo nuevo.