domingo, 27 de julio de 2008

Tierra y estrellas

Al llegar a esta tierra, en los jardines se abrían unas flores blancas, de corazón liláceo, parecidas a los narcisos... debía ser la época en la que los gorriones salen del nido, pues aquí y allí se los veía en pequeños grupos, con todas sus plumas pero dando saltitos entre hierbas más altas que ellos.
El verano aquí es un tiempo lluvioso, que hace resplandecer el verde de los valles cuando el sol se asoma entre las nubes; acostumbrada al radiante mediterráneo, a los dorados campos de trigo meciéndose en las caricias de una brisa ardiente, me parece que en lugar de llegar el estío se haya prolongado la primavera...
Esa misma primavera que ha de dejarnos en las orillas de un otoño en el que los árboles no mudarán sus hojas al dorado y al rojo antes de que sus ramas desnudas se extiendan hacia el cielo plomizo; sino que seguirán señoriales en su eterno verdor; gigantescas y retorcidas cúpulas, siempre vigilantes, de un templo sombrío y ancestral por el que resuenan tanto los sonidos como los silencios de la calma.

Es una tierra extraña y, a la vez, familiar... Querida desde nuestro primer encuentro, en el que la sencilla visón del musgo sobre las rocas húmedas me hizo sentir como en casa - pues la imagen correspondía a ciertos recuerdos de la niñez -, guarda aún montañas de sencillos misterios para mí... Mientras la saludo con mis pasos sobre su suelo, trazando rutas como caricias sobre el lomo de un ser inmenso que siente y escucha con atención, aún bajo el asfalto, me pregunto cómo cambiará con el paso de las estaciones, qué historias naturales y humanas nacerán y se disiparán en cada cuarto, al girar la rueda del ciclo anual.

Una necesidad de saber que me desarma, que sacude con fuerza los ritmos que han seguido mis días y mis noches durante cada año de mi vida, presentándome otros, aún en gran parte desconocidos no sólo por la mente, sino por el cuerpo mismo (no deja de ser curioso que la diferencia de altura no me haya afectado más que este tipo de variación que ha de suponerse más sutil). Pero esa misma necesidad de explorar, observar y descubrir, rejuvenece mi espíritu, como si recordara la inagotabilidad de fuentes que se le ofrecen para abrevarse, infundiéndole un nuevo vigor, empujándolo al movimiento.

Y, sin embargo, cuando al atardecer y subo a la terraza, observando la silueta azulada de las montañas en la lejanía, me parece estar contemplando aquellas mismas que en otro tiempo recorriera... Cierto día, pasada la hora habitual, llegó a sorprenderme la noche, y por casualidad dirigí la mirada al cielo, para encontrar sin buscarlas las mismas estrellas que durante tanto tiempo he distinguido entre el resto; las mismas que brillaban solitarias sobre el mar en el suave invierno, o se pedían entre otras muchas en las frescas noches de estío en las montañas. Las mismas a las que dedicaba las canciones cuando, durante las convivencias, reunidos en las escaleras de la casa de colonias, los niños nos despedíamos antes de ir a dormir , después del penúltimo juego de la noche. Las mismas a las que dedicaba también solitarios pensamientos, cuando pensaba que por debajo de ellas, en algún rincón de la tierra debían encontrarse mis hermanos de alma, y futuros compañeros. Las mismas que tuve la suerte de observar, en silencio, junto alguno de ellos. Las mismas, también aquí, en este nuevo inicio, recordándome que, a pesar de los cambios sigue siendo la misma búsqueda.

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