viernes, 5 de marzo de 2010

Tiempo de crecer

Tras la germinación de las semillas, llega el tiempo de crecer. Del mismo modo que nos sincronizamos con los diferentes momentos del ciclo anual, es necesario comprender que cada época de nuestra vida tiene sus propios retos y encantos y estar atentos para identificar en qué punto estamos, ya que si tratamos de adelantarnos o retrasarnos respecto al momento que nos toca vivir, ese momento se nos escapará para siempre.

Sin embargo, parece que la tendencia actual es que mientras se insta a los adultos a conservar comportamientos inmaduros y tratar de borrar las huellas del paso del tiempo, los niños sean inducidos a asumir conductas propias de edades más avanzadas. Esto ni hace madurar antes a los jóvenes, ni rejuvenece a los adultos, pero crea una franja de edad ilusoria en la que todos quieren entrar, pues no pertenecer a ella parece restar valor a la persona.

Existe un gran contrastaste entre esa actual "franja de edad fantasma" (en la que nunca se es completamente niño o adulto ) y el rigor de los antiguos ritos de paso, encargados de marcar una clara línea divisoria entre lo uno y lo otro. Y es en esta segunda visión acerca del crecimiento en la que debería encajar la idea del retorno cíclico.

Algunos árboles pierden sus hojas en otoño, para renovarlas en primavera y cómo en otros crecen nuevos brotes claros y tiernos a partir de las viejas y oscuras ramas. Hay un momento en el que nuestro crecimiento físico se detiene, mientras otras partes de nuestro ser pueden y, de hecho, deberían, seguir creciendo. La naturaleza nunca vuelve atrás, pero la vida se renueva constantemente, incluso dentro del individuo. Cíclicamente podemos tener acceso a un contacto más profundo con estas fuerzas de renovación, vigorizándonos.

Cuando ya somos adultos, este aumento del vigor puede interpretarse como un rejuvenecimiento, por la asociación de una mayor fuerza vital con la idea de la juventud. Pero lo cierto - por suerte- es que nunca rejuveneceremos; sólo estaremos más cerca, o más lejos, de esa fuerza de la Vida que permite la renovación de nuestro ser.

Algo parecido pasa con "el niño que llevamos dentro". A veces pensamos en cuando éramos más jóvenes, o en cuando éramos niños, buscando una referencia para evaluar hasta qué grado estamos siendo fieles a nuestra propia esencia. Sin embargo, ese niño o niña no es exactamente lo que fuimos hace 10 o 20 años, pues no en vano ha estado con nosotros esos 10 o 20 años (para confirmarlo, bastaría hojear cualquier diario de la época). La imagen de esta criatura, por más que sea tomada del pasado no permanece en él, muy al contrario, crece con nosotros, según su propia naturaleza, que tampoco es exactamente la de un niño aunque nos lo pueda parecer.

Madurar significa, en cierto modo, convertirse en el padre y la madre de esa criatura interna; Cuidarla, comprenderla, protegerla y también hacerle entender ciertas cosas. Es una valiosa ayuda, pero no puede dirigir. Puede llamarnos la atención sobre aquello que que queremos, pero seguramente no tenga la paciencia para identificar el momento o los medios adecuados para ello. Puede recordarnos lo que necesitamos, pero no puede proporcionárnoslo. Nosotros somos los adultos, y ésa es nuestra tarea, misma que no podremos eludir. Hemos crecido lo suficiente como para cruzar esa línea sin retorno que marca el hacernos responsables de nuestra vida y de nosotros mismos.

Por otro lado, la misma tendencia a las asociaciones precipitadas provoca que se consideren como infantiles comportamientos, actitudes o posicionamientos que, en realidad, no tienen porqué ser exclusivos de la infancia, o que simplemente no pueden relacionarse con la edad que se tenga. Se trata usualmente de los mismos que en una cultura o sociedad determinadas son tolerados en los niños y vetados a partir de cierta edad, abarcando desde la expresión de emociones hasta la conciencia de la propia independencia. En este sentido el veto impuesto a los adultos en lugar de favorecer la madurez, está precisamente impidiendo el crecimiento de los individuos afectados; es el equivalente a recortar las alas a las aves para impedir que, siendo capaces de volar, escapen.

Crecer puede ser doloroso en ocasiones; recibir golpes, ser desengañados, sentirnos solos, o torpes, o estúpidos. Pero crecer nos enseña que, pase lo que pase, contamos con nosotros mismos; que por alto que sea el precio que pagamos por ello, el que el trazo de nuestra trayectoria vital esté en nuestras manos es algo que no cambiaríamos por nada.

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