jueves, 25 de marzo de 2010

Recordar lo que ya sabemos

Muchas veces vemos en nuestros recuerdos de infancia el esbozo de lo que, a veces sin prestar demasiada atención, planeábamos ser. Como asomándonos a la puerta entreabierta de una habitación prohibida, nos parece ver que en algún momento nos fue entregado, o bien recolectamos, un saco de semillas para plantar a lo largo de nuestra vida. Entonces, cuando jugábamos con ellas en la palma de nuestra mano, como si no fueran más que un puñado de guijarros estériles, podíamos fantasear acerca del tipo de plantas que de ellas surgirían, pero estábamos aún muy lejos de la experiencia de su realización.
Si nos detenemos a observar nuestra trayectoria vital, podemos darnos cuenta de cómo muchas de esas semillas han germinado, crecido, y florecido, entregando sus frutos a las mismas manos que las conservaron tan pronto como si guardan un tesoro, como por mero descuido, a lo largo de los años. Y a su debido tiempo, también se han marchitado y deshojado, y sus despojos han abonado la tierra para nutrir una nueva generación. Muchos de nuestros deseos han sido, de hecho, concedidos ya; Incluidos aquellos que se han manifestado en el momento más inesperado o incluso inoportuno, y los que han servido para confirmar el dicho que hay que tener cuidado con lo que se desea.

Hace unos meses hablé de modelos y planos. Independientemente de la existencia de un plan mayor que escape a nuestra capacidad de comprensión, y del mismo modo que la semilla contiene en sí todo lo necesario para manifestar la planta que será, todos tenemos una estancia situada en algún lugar de nuestra mente en la que guardamos estos diseños, planos y proyecciones garabateados en la infancia, sobre los que trabajaremos el resto de nuestro tiempo. Mucho de lo que llegamos a aprender no es más que un refinamiento acerca de las herramientas, los materiales, los modos de construir para que esa imagen intuitiva, plana y esquemática adquiera la forma y la fuerza necesarias para su manifestación en el plano concreto, cuyos matices y texturas son a la vez nuestra firma única y la huella de nuestro paso por la vida.

En este sentido, podemos decir que estemos en el momento en el que estemos, ya sabemos - y tenemos conocimiento necesario para lograr- muchas más cosas de las que en un primer momento consideraríamos. El escollo contra el que chocamos a menudo es la dificultad de ir más allá de este conocimiento, entrando en la práctica. Curiosamente, solemos acumular muchas más instrucciones de las que realmente necesitamos para cumplir nuestros proyectos, pues por lo general basta con un puñado de reglas y principios sencillos. Pero insistimos en acumular más y más palabras y planos, a menudo además ajenos, no sólo por el mero placer de incrementar nuestra colección, sino con frecuencia debido a una sensación crónica de no tener nunca lo suficiente.

Muchos de nuestros problemas pueden proceder de esta dificultad de identificar cuando ha llegado el momento de abandonar una acción y pasar a otra cosa. Nos quedamos petrificados como conejos ante los faros de un camión; Por más que la situación exija moverse a la brevedad, allí estamos, quietos. En nuestro caso, en la mayoría de ocasiones, en lugar de terminar aplastados por la amenaza inminente, ocurre que nos encerramos en una trampa de muros invisibles, en la que no hay alimento ni bebida, y vamos desgastándonos lentamente. Seguramente este proceso es más doloroso, pero tiene la ventaja de que podemos darnos cuenta a tiempo y escapar del lugar y, con suerte, aprender algo acerca de cómo no volver a meternos en él.
La indolencia, el orgullo, o cualquier otra cosa que nos esté impidiendo ver las cosas como son en lugar de cómo creemos que deberían o como tememos que sean forman parte de ese ejército de fantasmas que tratan constantemente de extraviarnos de nuestro camino. El único modo de exorcisarlos es conservar la mirada fija en el centro de las cuestiones, a la caza de su núcleo de realidad sobre el que se elabora toda esta suerte de disfraces barrocos que con frecuencia pueden confundirnos, si andamos distraídos, si no prestamos la suficiente atención.

Este andar distraídos es también lo mismo que nos impide, con frecuencia, darnos cuenta de que ya tenemos lo suficiente para alcanzar la realización de nuestros proyectos o deseos, o de resolver los problemas que van surgiendo o bien hace tiempo que arrastramos como una pesada roca amarrada a nuestros tobillos.
No solemos darnos cuenta que en la mayoría de ocasiones en las que pedimos ayuda o consejo, no hacemos otra cosa que buscar que alguien nos recuerde parte de lo que ya sabemos. Es cierto que de vez en cuando es conveniente adquirir un punto de vista alternativo, pero desgraciadamente por lo general en lugar de esto, o de simplemente buscar un enlace que lleve a la reserva de recursos con la que todos contamos, lo que en realidad estamos haciendo es cometer el error de desplazar nuestra responsabilidad a la hora de actuar (o incluso de opinar) hacia una fuente a la que marcamos como autoridad externa... todo por no aceptar la propia.

Volcamos sobre esta fuente (que puede ser una persona, un grupo, un libro, una doctrina, una tradición...) todo nuestro poder de discernir y actuar, y devenimos dependientes en la medida que sentimos que sin su apoyo o aprobación no seremos capaces de hacer nada bien. La lógica consecuencia es que empujamos más lejos los recuerdos de lo que ya sabemos, pues ni siquiera hacemos el mínimo esfuerzo por ir a buscar esos recursos, perdiendo la conciencia de nuestros propios recursos y valores. Como necesitamos de ellos para construir la vida que nos corresponde, a menudo tratar de seguir las instrucciones de otro no va a funcionar, por más que nos empeñemos en ello como quien insiste en golpearse la cabeza contra un muro.

Este proceso por el que nos convertimos en una especie de satélite de otra cosa, no puede funcionar cuando contamos con la fuerza y el peso suficiente para mantenernos por nosotros mismos(1). Intentarlo tendrá a menudo consecuencias desastrosas porque o bien implicará que nos desplacemos de nuestro propio curso y toda nuestra natural resistencia actúe contra nosotros, o bien que nos "vaciemos" para poder adherirnos a la corriente ajena más cercana.
Esto no significa que debamos vivir aislados en el universo, en el que por otra parte existe una multiplicidad de relaciones, de equilibrios y tensiones necesarias, simplemente, se trata de no olvidar que el referente último debemos ser nosotros mismos, un pequeño núcleo capaz de abrirse y florecer como un microuniverso completo en el que podemos estar seguros de hallar cuanto necesitemos.

Una vez bien establecido este punto de referencia, encontraremos que el mundo que nos rodea está lleno de espejos, pero ya no confundiremos si nuestro lugar está detrás o delante de ellos.


Notas:

1. Enésima vez que recuerdo la idea de Crowley según la que "Cada hombre y cada mujer es una estrella" y cómo la desarrollaba en la novela del mismo autor La hija de la Luna, que es donde la leí por primera vez, aunque desgraciadamente no conservo el ejemplar. La idea aparece también en El Libro de la Ley y en Magia en Teoria y Práctica. Al respecto de esta última se pueden leer algunas notas interesantes en Zona de Caos.

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