Recientemente he tenido oportunidad de colaborar como "correctora de estilo" en unos ensayos universitarios de temática ecológica. Me di cuenta del tiempo que la palabra que un día me fue tan familiar, había sido desterrada de mi vocabulario, y a medida que avanzaba el trabajo, llegaban más y más ideas, que resultaron en el replanteamiento completo (y personal) de la cuestión que sigue a continuación. Con agradecimiento, estas líneas van dedicadas a la persona que me puso en contacto con los citados ensayos, esperando que no encuentre demasiado desacertada la propuesta...
I. Cómo conocimos (y perdimos) el concepto de ecología.
Allá por los 80 éramos niños y comíamos Bollycaos mientras nos reñían por acercarnos demasiado al televisor, en esa época en que la franja horaria de la tarde aún se consagraba al público infantil. Entre la programación había muchas series dedicadas a la naturaleza, como las adaptaciones de las novelas de Thompson Seton - El bosque de Tallac - o la obra de Will Huygen y Rien Poortvliet - La Llamada de los Gnomos - . En la escuela, el papel reciclado era enseñado como una novedad, y se nos hablaba de la contaminación, de los animales en peligro de extinción, de los países pobres y de los derechos humanos. Parecía que la Tierra estaba en apuros pero gracias a que algunas personas se habían dado cuenta también iban apareciendo posibles soluciones: Si todos éramos buenos y contribuíamos un poco todo se arreglaría a tiempo... Obviamente, mientras algunos nos emocionábamos, a muchos niños – sobretodo a los que no habían visto un bosque en su vida - el tema les era bastante indiferente. Pero el caso es que el discurso nos parecía creíble.
A menos que se convirtiera en una temprana vocación, con el paso de los años, el tema de la ecología fue perdiendo ese poder de atracción. Por un lado, olía demasiado a “cuando éramos pequeños”, y teníamos cosas más interesantes en las que pensar. Por otro, la vida empezaba a complicarse, los problemas devenían complejos y las soluciones menos evidentes, al mismo tiempo que esa sensación de “poder” - poder para hacer, para actuar, para transformar- iba perdiéndose progresivamente. Empujamos lejos de la vista muchas de aquellas cosas que alguna vez antes nos habían parecido cruciales y, aunque no nos gustaba que los ríos se contaminaran, los bebés foca fueran apaleados, y la pobreza y la hambruna siguieran aumentando, no podíamos ocuparnos de esas cosas dado que, simplemente, rebasaban los límites de nuestra atención. Lo importante ahora eran las calificaciones que debíamos entregar, cómo integrarnos en un grupo, si en casa nos dejarían salir de fiesta, o si éramos correspondidos por el chico/a que nos gustaba.
Años más tarde, estas importancias quedarán, a su vez, debidamente relativizadas. Pero serán sustituidas por los desvelos de la carrera, la necesidad de encontrar trabajo o la de pagar el alquiler. Y, a menos que descubramos tardíamente una vocación ecologista, o algo nos lleve a un reencuentro con la misma, el tema nos parecerá aún más lejano. Ciertamente, podemos adoptar buenas costumbres, como el reciclaje, comprar productos “verdes” con la idea de contribuir a la causa, aplaudir normativas contra la contaminación de los ríos y lamentarnos de la extinción de las especies. Pero tanto nuestro conocimiento acerca de la ecología, como el espacio que le damos en nuestra mente, será algo marginal. Podemos, incluso, llegar a sentir cierto rechazo hacia la ecología, debido a las acciones estúpidas de ciertos activistas, a las estrategias publicitarias que tratan de aumentar las ventas con la excusa del verde, o al cinismo de los gobiernos y sus políticas ambientales.
Todos hemos escuchado algo como: “La ecología es a lo que se dedican esos que no tienen otra cosa que hacer más que molestar a las personas decentes que van a ganarse el pan de cada día” o bien “El dinero que se gastan en proteger los árboles y los animales deberían dedicarlo a las personas que mueren de hambre”. Y, de hecho, incluso aunque seguramente no firmaríamos bajo tales declaraciones, permanece la idea subyacente de que son los gobiernos quienes deciden sobre estas cuestiones, y las ONG o los “ecologistas” quienes pueden permitirse el lujo de defender los ideales y encargarse de esos temas tan alejados de nuestra realidad cotidiana.
II. La ecología como ciencia y las herramientas que nos ofrece.
Cuando la noción de la ecología regresa a mí, la encuentro increíblemente transmutada. La ecología, en tanto que ciencia, se encarga del estudio de las interacciones entre los seres vivos en y hacia su ambiente (y a la inversa); prestando atención a la transformación de los flujos de energía y materia. Por lo tanto, es al mismo tiempo la confirmación científica del hecho que, en último término, todos estamos relacionados y lo que sucede a una parte del conjunto afecta directa o indirectamente al resto.
No hay en esto rastro de ingenuidad en ella, no hay falsas ilusiones del tipo “con un poco de esfuerzo limpiaremos la tierra y volveremos a sembrar el paraíso en ella, los hombres se amarán y habrá paz en el mundo”. Está armada con la voluntad de encontrar soluciones, y la certeza de que el mínimo avance es mejor que nada. Tiene una claridad de visión acerca del estado de las cosas y una capacidad de reconocer las verdaderas necesidades que apela a la lógica y al sentido común, en lugar de a las emociones o la “bondad”. La ecología se presenta como la búsqueda de estrategias en las que, por pocos que participen, “todos ganan”, puesto que se trata de favorecer al conjunto. Otra cosa es que los datos y las posibles soluciones aportados sean, en una lamentable vuelta de tuerca, desoídos o, peor aún, tergiversados para convertirse en instrumentos al servicio de intereses particulares muy alejados del bien común.
Así que la ecología versa acerca de la interconexión con otros individuos, otras especies y el entorno en el que habitamos, del que extraemos los recursos que no sólo nos permiten vivir, sino mantener e incrementar nuestro grado de bienestar. Y busca la manera en que estos sistemas resulten funcionales y puedan permanecer.
Esta búsqueda de soluciones debe ser realista. En el actual estado de las cosas, la desaparición del hombre de la faz de la tierra arreglaría poco, dado que, sólo para empezar, no quedaría nadie en posición de reponer el daño que ya se ha ocasionado. En otras palabras, la ecología viene a demandar que el humano ocupe el papel que le corresponde en el conjunto de la naturaleza. Y como el humano es una criatura consciente, esta conciencia debería ser su aportación principal al resto del conjunto.
Esta búsqueda tiene relación con el sentido común. No nos remite al pasado, pues si bien es cierto que en periodos históricos anteriores el impacto de la humanidad sobre el entorno pudo ser menor, debemos considerar que esto se debe antes a que la población era también menor a que las técnicas empleadas en la explotación y gestión de los recursos naturales fueran menos destructivas. De igual modo, lo que pudo funcionar en un lugar y un momento determinados, para una comunidad o serie de comunidades determinadas, probablemente no resultara funcional, llegando a ser muy perjudicial, en otras condiciones.
No se tratará tampoco, por tanto, de huir de las ciudades, hacerse una cabaña en el monte y abastecernos con nuestro propio huerto. Hoy día no podemos considerar ideas tales como abandonar la electricidad, los sistemas de transporte, o la parte efectiva de la medicina moderna; No con el volumen de población existente. Obviamente, tampoco deberíamos jugar con la idea de destruir el “sobrante” de la humanidad... sino partir de nuestra capacidad para encontrar soluciones que permitan una producción sostenible, que no genere problemas adicionales, y que sea capaz de abastecer las necesidades de la humanidad en su conjunto.
Obviamente éste es un principio tan alto y difícil de alcanzar como el de la objetividad a la hora de redactar una nota de prensa, un estudio histórico o una obra de divulgación científica. Se diría que el pensar en un bien más allá de nuestros propios intereses (aquellos que definimos desde los límites de nuestras circunstancias, historia personal, etc.), aún cuando nos incumba junto al resto de la humanidad habida y por haber, no es una característica inherente en el ser humano. Sin embargo, simplemente con hacer el intento de acercarnos al ideal en la medida de nuestras posibilidades, de dejarnos orientar por esta luz, es mucha la ganancia.
En resumen, los planteamientos ecológicos nos permiten objetivizar nuestra relación con el resto de la naturaleza (viviente, como animales y plantas, y no-viviente, como montañas y ríos), obligándonos a situarnos en nuestro tiempo y en entornos concretos, con recursos y necesidades particulares, con el fin de evaluar racionalmente el estado de estas interacciones, prever las consecuencias a futuro y encontrar las acciones necesarias para evitar aquellas indeseables, con el fin que las próximas generaciones cuenten, al menos, con las mismas oportunidades de desarrollo que nosotros disfrutamos.
III. Las sombras de la ecología.
Creo importante subrayar que cuando en un discurso no se presta atención al conjunto o sistema, a las interacciones entre los individuos y comunidades que éstos abarcan, no se trata de ecología, sino de uno o varios elementos de disturbio que dañan aquello que supuestamente pretenden defender. Como ejemplos podemos tomar la farsa de las ONG's que se lucran a costa de explotar la sensibilidad ajena echando mano de campañas emotivo-agresivas que, sin embargo, resultan estériles a la hora de dar resultados concretos y comprobables; Las estrategias caza-subvenciones o caza-electores de los gobiernos dispuestos a levantar una cortina de humo “políticamente correcta” ante las necesidades de aquellos que deberían atender; O a la violencia irracional y regresiva de aquellos grupos que predican que la Tierra sería un lugar mucho mejor si los humanos desaparecieran. Todo esto constituye una inmerecida sombra con la que la verdadera ecología debe cargar, mientras sigue adelante buscando soluciones lógicas a problemas reales.
Nos dimos cuenta pronto, las cosas son complicadas, por eso escurrimos algunas cuestiones a pesar de su innegable importancia. Quisiéramos creer que por el mundo andan equipos especializados en atender “esos temas”, del mismo modo en que existen cuadrillas de basureros haciendo lo que no consideraríamos hacer nosotros mismos, y nos asusta pensar que este rol ficticio pueda ser empañado, burlado o despedazado.
La última vez que el tema apareció en la mesa de nuestra casa enlazó con una variedad tremenda de cuestiones, partiendo de la existencia de posibles soluciones que podrían empezar a aplicarse, entró en los peligrosos terrenos de la política, que permite o censura estas pruebas según sus propios intereses, pero también nos adentramos en la cultura, teniendo que admitir que no siempre la población está en condiciones de comprender la importancia de la conservación del medio, o siquiera de aceptar una propuesta “alternativa”, que en algunos casos podría ser la misma información o la básica educación a la que muchas personas no tienen acceso. Resumiendo, el camino desde que se halla una posible solución hasta que se prueba, está lleno de obstáculos. Incluso cuando la efectividad de la misma ha sido comprobada, y sus beneficios detallados, es necesario y difícil convencer a todos los implicados para que las acciones a realizar se establezcan como medida, y se de continuidad al proyecto.
La idea se une a tantas otras que le son parejas, saliendo del ámbito “ambientalista”. La existencia de posibles soluciones a ese tipo de problemas que afectan a la humanidad en su conjunto y la demora interminable a la hora de aplicarlas, obstaculizada por intereses ajenos, nos arrastra aún más al interior de esa espiral de impotencia que engendra una rabia contenida contra la injusticia reinante e impune, haciéndonos descender hacia el fondo de la desesperanza que no queremos permitirnos... Muchos corren entonces a ver películas de grandes desastres naturales y leemos novelas de dudosa calidad acerca de la proximidad del “fin de los tiempos” como si esa exageración de la ficción pudiera encargarse de exorcizar la angustia provocada por una realidad que nos rebasa y ningunea. Calmamos la agitación por un tiempo, pero ésta sigue pataleando en el fondo, reclamando nuestra parte de responsabilidad en el conjunto, y la necesidad de emprender algún tipo de acción por nuestra parte.
Sigue en: Repensando la ecología (II)
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