sábado, 5 de diciembre de 2009

Un Crudo Invierno

Y este es uno de esos cuentos que los sueños nos susurran, dejándonos la tarea de descifrarlos.

Un crudo invierno


Contaba prácticamente 80 de ellos, y aquel era, definitivamente, un crudo invierno. Mientras arrastraba con dificultad los pies sobre el suelo de la cocina a la que fue confinada en alguno de tantos años que quedaron atrás, pensó que tal vez estaría bien que fuera el último. Tenía una larga cabellera blanca, un desgastado vestido negro con un delantal perennemente abrazado a él, y poco más que las arrugas en sus manos. Tenía también un secreto que, ella creía, debía valer más que aquella casa en la que servía, con sus vajillas de lujo y cubertería de plata incluidas, con todas las lámparas, tapices y muebles. Un secreto de niña.

Tras las ventanas, el sol irradiaba en la mañana helada, y la nieve amontonada parecía una valla que marcaba el límite entre el bosque y el patio; entre la enramada salvaje y aquel claro arenoso en el que en otros tiempos corretearan las gallinas y ahora sólo sobrevivía un rosal. Era un invierno crudo, y tras aquellos montones de nieve los lobos, azuzados por el hambre, dejaban atrás su habitual timidez y se acercaban a los pueblos y caseríos en busca de cualquier despojo que les permitiera esquivar la muerte, así fuera sólo por un rato más. Ella no los temía, ni a los lobos, ni a la misma muerte; no le quedaban razones para ello mientras, de hecho, planeaba aquella despedida silenciosa que no quería dirigir a nadie en particular.

Su cuerpo no respondía como antaño, tan desgastado como su ropa, su memoria había hecho una sala selección entre aquello que valía la pena conservar y lo que no, de modo que tenía una fantástica colección de recuerdos cuya joya era el secreto que la había acompañado desde la infancia. Y había sido en un invierno al menos tan frío como este, y había sido del otro lado de la valla de nieve, bajo el enramado salvaje del bosque. Muchos años atrás, cuando su pelo blanco eran dos trenzas trigueñas que se escondían bajo la capucha de un sayal gris y roído. Y estaba sola en el bosque, y se había perdido... Tampoco entonces temía a los lobos o a la muerte, que aún no habían sido presentados. Temía el frío y el hambre que la aguijoneaban y la hacian flaquear mientras el cielo oscurecía y no sabía a dónde dirigirse.

Entonces apareció el hada -rió al recordar esto-, apareció aquella mujer que parecía resplandecientemente hermosa, la tomó de la mano, la acompañó por el camino hasta el pueblo, y allí la dejó, dándole una torta y prometiéndole que nunca volvería a pasar hambre. Ella, ya a solas y camino a la casa, había dado un mordisco ínfimo y reverencial al pan y su hambre había desaparecido como por arte de encantamiento. Entonces decidió guardar el resto, no tanto por si se volvía a presentar la necesidad como una prueba de lo sucedido. Aquel constituía, prácticamente, su primer recuerdo, entorno al cual todo se nublaba, y pudiera muy bien haber sido tan sólo un sueño; Sin embargo el pan seguía en buen estado a pesar del paso de los años, y muchas veces le bastaba con mirarlo para darse ánimos. Ese era su secreto.

Pero ya era vieja, y algo le empujaba a despedirse de la vida, así que tomó su secreto, su tesoro, su mágico pan, dispuesta a desmenuzarlo bajo el rosal para compartirlo con los pájaros y otros animalillos que hallaran en él un consuelo a aquellos rigores que el frío imponía. Pero al salir no fueron pájaros lo que encontró, sino una manada de lobos oteando la casa desde el límite del bosque. La mayoría de ellos eran de colores claros, entre los que destacaban algunos individuos de pelaje castaño y tonalidades más oscuras. A pesar de lo denso de su pelaje, su delgadez se hacía patente. Con todo, aquellas criaturas tenían un aspecto más curioso que fiero, y guardaban las distancias cómo si ellas fueran las que algo debían temer.

Un lobo café oscuro fue el primero en acercarse a la anciana. Le pareció un cachorro grande, tal vez sólo porque ella se sentía vieja. Le dio de su pan, y el animal lo comió, sin un rastro de agresividad. Luego le habló;


- Hermana... tenemos hambre. Pero no quisiéramos causar mal, ¿puedes darnos algo más?


La anciana consideró aquel prodigio del lobo hablador como una culminación de lo que uno puede llegar a ver en la vida. "Claro que sí, déjame ver..." pensó mientras asentía con la cabeza. Luego entró de nuevo en la cocina y abrió la despensa donde, prácticamente junto a la basura, se guardaba aquello que sus amos estimaban que debía bastarle para comer. Entre los insectos que correteaban espantados halló a penas una ristra de tomates secos y harina para preparar unas gachas. Entonces pensó que, después de todo, las salchichas que se estaban cociendo en la olla grande "estarían mucho mejor en boca de lobos que en boca de cerdos", y como debía ser su último día en la tierra tampoco importaba mucho el castigo que quisieran imponerle por la travesura... dado que no iba a estar disponible para recibirlo.

Así que, disfrutando como nunca, preparó unas gachas con salchichas para la manada de lobos que esperaba con civilizada paciencia en la linde del bosque, riéndose sola exactamente como la vieja loca que siempre le decían ser. Cuando estuvieron listas sacó la olla al patio y los llamó a comer. Entonces se oyeron los gritos de la matrona y la mayordoma orondas, descendiendo apresuradamente los escalones que llevaban a la cocina, armadas con escobas cuyo destinatario, antes que los lobos, debía ser la anciana. "¡Esa vieja loca está llamando a los lobos!" " ¡Les da nuestra comida, maldita bruja desagradecida!"

Y la anciana, que no podía hacer otra cosa que reír como una niña en el quicio de la puerta del patio, a penas se dio cuenta al empezar a correr que las arrugas de sus manos habían desaparecido, que su cabello volvía a ser trigueño, que el cuerpo le respondía con mayor agilidad que nunca, o de que, tras saltar el montón de nieve que separaba el patio del bosque, había aterrizado sobre cuatro patas lobunas.

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