A mediodía parece que los árboles consiguieron robar el sol de Mayo, pero a medida que oscurece el aire se enfría, y recurrimos al abrigo y la bufanda de rigor. Caía la tarde uno de esos días, extendiendo esa pátina dorada y fugaz sobre calles y edificios, cuando encontré un montón de hojas secas. El aire olía a tierra y leña quemada, y al sentir el crujido de las hojas bajo mis pies sentí que me sumergía en uno de esos momentos perfectos, imposibles de contar con un reloj.
El otoño que yo conocía, como una vasija de barro, había caído al suelo, rompiéndose y dispersando sus pedazos. Pero en ese momento cada fragmento fue recuperado, y la pieza original vuelta a la vida, sin marca o señal alguna del accidente.
Es la primera semana de diciembre, pero llevo cerca de dos meses viendo adornos navideños en WalMart -sí, al ladito de los de Halloween-. Acabo de regresar de un verano improvisado en la costa del Pacífico, y puedo sentir cómo mi memoria corporal busca el invierno del mismo modo en que ha buscado cada una de las estaciones con las que está aliado; Anhelando reencontrarse con su espíritu, aunque para ello no requiera más de un puñado de segundos desgajados del tiempo.
Es una de esas situaciones que evidencian que nuestros componentes físicos, mentales y emocionales están enlazados desde su raíz. La estación nos trae recuerdos de las sensaciones físicas (temperatura, sabores, olores...), evoca en nosotros emociones, y enlaza nuestros pensamientos con una serie de conceptos. Es también una de esas situaciones en las que nuestro cuerpo habla, con más de cinco sentidos, para comunicarse en una forma distinta que la del dolor – porque tal vez sea idea mía, pero tengo la sensación de que a veces sólo prestamos atención al cuerpo cuando nos duele algo-.
Se acerca el solsticio de invierno, y con él todas las celebraciones asociadas. Esa Navidad que persiste aunque su espíritu se haya desdibujado con el paso del tiempo, la que alegra a unos pocos, deprime a muchos y trastorna la cotidianidad de la mayoría: Simplemente no se puede ignorar. Es estresante, cuando nos asaltan preguntas absurdas como qué compraremos, o nos vemos en la necesidad de repartirnos los días festivos entre los distintos bandos familiares. Pero cuando todos se han ido y el lugar, después de reencuentros y risas, permanece cálido, en silencio, y nuestro aliento empaña los cristales a través de los que nos dejamos hechizar por el brillo ínfimo de las luces que desafían la oscuridad circundante... eso, es algo completamente distinto, también a nuestro alcance y, de hecho, a un solo paso.
El otoño que yo conocía, como una vasija de barro, había caído al suelo, rompiéndose y dispersando sus pedazos. Pero en ese momento cada fragmento fue recuperado, y la pieza original vuelta a la vida, sin marca o señal alguna del accidente.
Es la primera semana de diciembre, pero llevo cerca de dos meses viendo adornos navideños en WalMart -sí, al ladito de los de Halloween-. Acabo de regresar de un verano improvisado en la costa del Pacífico, y puedo sentir cómo mi memoria corporal busca el invierno del mismo modo en que ha buscado cada una de las estaciones con las que está aliado; Anhelando reencontrarse con su espíritu, aunque para ello no requiera más de un puñado de segundos desgajados del tiempo.
Es una de esas situaciones que evidencian que nuestros componentes físicos, mentales y emocionales están enlazados desde su raíz. La estación nos trae recuerdos de las sensaciones físicas (temperatura, sabores, olores...), evoca en nosotros emociones, y enlaza nuestros pensamientos con una serie de conceptos. Es también una de esas situaciones en las que nuestro cuerpo habla, con más de cinco sentidos, para comunicarse en una forma distinta que la del dolor – porque tal vez sea idea mía, pero tengo la sensación de que a veces sólo prestamos atención al cuerpo cuando nos duele algo-.
Se acerca el solsticio de invierno, y con él todas las celebraciones asociadas. Esa Navidad que persiste aunque su espíritu se haya desdibujado con el paso del tiempo, la que alegra a unos pocos, deprime a muchos y trastorna la cotidianidad de la mayoría: Simplemente no se puede ignorar. Es estresante, cuando nos asaltan preguntas absurdas como qué compraremos, o nos vemos en la necesidad de repartirnos los días festivos entre los distintos bandos familiares. Pero cuando todos se han ido y el lugar, después de reencuentros y risas, permanece cálido, en silencio, y nuestro aliento empaña los cristales a través de los que nos dejamos hechizar por el brillo ínfimo de las luces que desafían la oscuridad circundante... eso, es algo completamente distinto, también a nuestro alcance y, de hecho, a un solo paso.
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