En el pasado post hablé de los antepasados, y de lo que considero su auténtico legado. Como comentaba a posteriori, sentí que me dejaba cosas en el tintero, que aún debía tratar, a parte, y aunque fuera de paso, la idea de la muerte en sí, y nuestra relación con ella.
Es sabido que algunas personas, o comunidades, prefieren eludir el tema como sino existiera. Otras personas, o comunidades, sobredimensionan la muerte, unida a toda una serie de connotaciones negativas, tejiendo un manto oscuro capaz de eclipsar al sol más radiante... hasta dejar atrás, casi sin darse cuenta, a la muerte en sí. Por eso algo que me parece hermoso cuando la muerte se presenta en las conversaciones con la naturalidad que ostentaría un invitado más. En reuniones de amigos o familiares, en conversaciones que cruzan ligerísimas nuestra jornada, se habla de la muerte y de aquellos que ya partieron, aunque no tengamos la certeza de hacia dónde. Los recordamos de una manera sencilla, y una sonrisa asoma en nuestros labios porque el recuerdo nos demuestra que una parte de esas personas permanece con nosotros, respira con nosotros, vive en nosotros.
La muerte nos enfrenta al mismo tiempo con la conciencia del fin, y la conciencia de continuidad. Sabemos que la muerte es una constante en nosotros mismos, que de un modo imperceptible nuestras propias células mueren, sin que ésto suponga “nuestra” muerte. Distinguimos, así mismo, la muerte de un individuo de la extinción de una especie. Lo que significa que la muerte abarca diversidad de escalas, pero por nuestra experiencia vital, reducimos el espectro sobre el que prestamos atención. A nosotros, humanos, la muerte parece hablarnos de aquellas cosas que no van a regresar, o al menos no vamos a volver a experimentar del mismo modo o bajo la misma forma. Por eso no sólo creemos que mueren las personas y el resto de animales o seres vivos. A nuestros ojos muere todo aquello a lo que en algún momento hemos concedido la idea de un nacimiento, de una vida; mueren las relaciones, mueren las épocas, mueren las tradiciones, etc. Muere todo aquello a lo que podemos conocer un fin. Aunque, al mismo tiempo, aquello que creemos muerto esté dispuesto a regresar precisamente bajo otra forma, y – si es que llegamos a darnos cuenta- nos toque reencontrarnos con la idea de continuidad.
Sea como sea, la irrupción de la muerte en nuestras vidas tiene la capacidad de contactarnos, aunque sea momentáneamente, con toda la amplitud de espectro que ella abarca. Aunque sea por un instante, su presencia nos golpea, sacudiendo nuestro esquema de lo cotidiano, obligándonos a admitir que los límites de nuestra experiencia están más lejos de lo que queremos creer, que hay más espacio que aquel en el que nos podemos llegar a encerrar en busca de una seguridad ficticia. Entonces podemos pensar en lo que deberíamos haber dicho, o en lo que deberíamos haber hecho, en las oportunidades que dejamos escapar, en las cosas que dejamos de vivir por mantenernos en ese encierro voluntario, creyendo poder burlar el filo de la guadaña.
Cuando la muerte roza nuestra intimidad, del mismo modo en el que puede actuar el amor – y a veces de la mano de éste-, la cercanía de la muerte puede transformar el mundo, y el mismo tiempo. Nuestras emociones se suceden, cambiantes, sacudiéndonos o aquietándonos como lo haría la mano de un gigante invisible... y muchas cosas que hasta ese momento parecían urgentes e importantes tienen que callar y pasar a un segundo (o tercero, o séptimo) plano. Emergen a la superficie de nuestra conciencia partes de nosotros que teníamos francamente olvidadas, y entonces o bien aprovechamos para reestablecer el diálogo con ellas, o bien tratamos de ignorarlas, empujándolas al fondo otra vez.
La muerte nos recuerda que nuestro tiempo en esta tierra, en esta vida, no es infinito. Por otro lado nos recuerda también que no hay nada fuera de nosotros a lo que podamos aferrarnos con tanta fuerza que ella sea incapaz de llevárselo en ese instante preciso cuya fecha ignoramos. Y parece hacer un guiño cómplice al remarcar ese “fuera de nosotros”, porque sabe, y nosotros deberíamos saber, que hay un espacio en nuestra conciencia que le está vetado por completo. Ese lugar en el que los recuerdos habitan, respirando con nosotros, y con nosotros construyendo nuestro día a día.
No dudo que las festividades para los muertos son, en realidad, una necesidad de los vivos. Y que antes que un reencuentro con los que ya murieron lo importante es el reencuentro con esa conciencia de la muerte, del fin y la continuidad presentes a cada instante, incluso en lo más remoto de nuestro organismo.
Hablamos de conciencia; el saber o el conocimiento que a veces duele, y esas heridas que pueden convertirse en algo más que cicatrices: puertas. La muerte sucede, no importa como queramos adornarla o pretendamos ocultarla, está ahí. Tiene un mensaje para nosotros, aunque tal vez no sea el que queramos oír. Y, sin embargo, cuando vencemos las barreras impuestas por el temor, lo que tiene que decirnos no es tan horrible. Lo que tiene que decirnos es algo bastante valioso, de hecho, para incorporar a nuestra experiencia cotidiana, y mejorar nuestras vidas.
¿Qué pasaría si no tuviéramos que esperar esa sacudida para pensar en las oportunidades que no deberíamos dejar escapar, para decir lo que debemos decir, para vivir lo que queremos vivir?. Para permitirnos que el tiempo se ralentice y las cosas empiecen a acostumbrarse a ocupar el lugar que realmente les corresponde en la lista de prioridades, porque la vida está primero. A actuar sin temor de que las cosas que quisiéramos conservar se pierdan, porque de todos modos se perderán tarde o temprano y entonces no tendremos ni aquello a lo que pretendíamos aferrarnos ni la experiencia que dejamos escapar por culpa de ese temor. La muerte puede enseñarnos a vivir sin ese miedo, sin aceptar toda la serie de condicionamientos y estupideces que se pretende volcar sobre nosotros, toda esa carga que vamos acumulando y transportando, por más que nos pese, sin saber a dónde va ni para qué. En lugar de esto, podemos preferir que sea “un poco de muerte” lo que nos acompañe en este viaje que es la vida, una pequeña muerte que se encargue de tirar por la ventana, sin asomo de culpa, el equipaje de sobra, para poder llevar con nosotros el que realmente nos sirve.
Que una pequeña muerte habite en nosotros, para recordarnos que en cualquier momento podemos empezar de nuevo. Que una pequeña muerte asome a nuestros ojos cuando algún idiota quiera imponernos algo que no nos interesa... y con suerte se asuste y se vaya bien lejos.
Una pequeña muerte que nos recuerde que la frontera entre lo que fue y lo que es puede ser tan fina que tengamos que combatir muchas veces a los mismos monstruos, bajo distintas formas... pero también reencontrar el amor, una y otra vez, a través de esos lazos que ni ella misma puede cortar por completo.
Es sabido que algunas personas, o comunidades, prefieren eludir el tema como sino existiera. Otras personas, o comunidades, sobredimensionan la muerte, unida a toda una serie de connotaciones negativas, tejiendo un manto oscuro capaz de eclipsar al sol más radiante... hasta dejar atrás, casi sin darse cuenta, a la muerte en sí. Por eso algo que me parece hermoso cuando la muerte se presenta en las conversaciones con la naturalidad que ostentaría un invitado más. En reuniones de amigos o familiares, en conversaciones que cruzan ligerísimas nuestra jornada, se habla de la muerte y de aquellos que ya partieron, aunque no tengamos la certeza de hacia dónde. Los recordamos de una manera sencilla, y una sonrisa asoma en nuestros labios porque el recuerdo nos demuestra que una parte de esas personas permanece con nosotros, respira con nosotros, vive en nosotros.
La muerte nos enfrenta al mismo tiempo con la conciencia del fin, y la conciencia de continuidad. Sabemos que la muerte es una constante en nosotros mismos, que de un modo imperceptible nuestras propias células mueren, sin que ésto suponga “nuestra” muerte. Distinguimos, así mismo, la muerte de un individuo de la extinción de una especie. Lo que significa que la muerte abarca diversidad de escalas, pero por nuestra experiencia vital, reducimos el espectro sobre el que prestamos atención. A nosotros, humanos, la muerte parece hablarnos de aquellas cosas que no van a regresar, o al menos no vamos a volver a experimentar del mismo modo o bajo la misma forma. Por eso no sólo creemos que mueren las personas y el resto de animales o seres vivos. A nuestros ojos muere todo aquello a lo que en algún momento hemos concedido la idea de un nacimiento, de una vida; mueren las relaciones, mueren las épocas, mueren las tradiciones, etc. Muere todo aquello a lo que podemos conocer un fin. Aunque, al mismo tiempo, aquello que creemos muerto esté dispuesto a regresar precisamente bajo otra forma, y – si es que llegamos a darnos cuenta- nos toque reencontrarnos con la idea de continuidad.
Sea como sea, la irrupción de la muerte en nuestras vidas tiene la capacidad de contactarnos, aunque sea momentáneamente, con toda la amplitud de espectro que ella abarca. Aunque sea por un instante, su presencia nos golpea, sacudiendo nuestro esquema de lo cotidiano, obligándonos a admitir que los límites de nuestra experiencia están más lejos de lo que queremos creer, que hay más espacio que aquel en el que nos podemos llegar a encerrar en busca de una seguridad ficticia. Entonces podemos pensar en lo que deberíamos haber dicho, o en lo que deberíamos haber hecho, en las oportunidades que dejamos escapar, en las cosas que dejamos de vivir por mantenernos en ese encierro voluntario, creyendo poder burlar el filo de la guadaña.
Cuando la muerte roza nuestra intimidad, del mismo modo en el que puede actuar el amor – y a veces de la mano de éste-, la cercanía de la muerte puede transformar el mundo, y el mismo tiempo. Nuestras emociones se suceden, cambiantes, sacudiéndonos o aquietándonos como lo haría la mano de un gigante invisible... y muchas cosas que hasta ese momento parecían urgentes e importantes tienen que callar y pasar a un segundo (o tercero, o séptimo) plano. Emergen a la superficie de nuestra conciencia partes de nosotros que teníamos francamente olvidadas, y entonces o bien aprovechamos para reestablecer el diálogo con ellas, o bien tratamos de ignorarlas, empujándolas al fondo otra vez.
La muerte nos recuerda que nuestro tiempo en esta tierra, en esta vida, no es infinito. Por otro lado nos recuerda también que no hay nada fuera de nosotros a lo que podamos aferrarnos con tanta fuerza que ella sea incapaz de llevárselo en ese instante preciso cuya fecha ignoramos. Y parece hacer un guiño cómplice al remarcar ese “fuera de nosotros”, porque sabe, y nosotros deberíamos saber, que hay un espacio en nuestra conciencia que le está vetado por completo. Ese lugar en el que los recuerdos habitan, respirando con nosotros, y con nosotros construyendo nuestro día a día.
No dudo que las festividades para los muertos son, en realidad, una necesidad de los vivos. Y que antes que un reencuentro con los que ya murieron lo importante es el reencuentro con esa conciencia de la muerte, del fin y la continuidad presentes a cada instante, incluso en lo más remoto de nuestro organismo.
Hablamos de conciencia; el saber o el conocimiento que a veces duele, y esas heridas que pueden convertirse en algo más que cicatrices: puertas. La muerte sucede, no importa como queramos adornarla o pretendamos ocultarla, está ahí. Tiene un mensaje para nosotros, aunque tal vez no sea el que queramos oír. Y, sin embargo, cuando vencemos las barreras impuestas por el temor, lo que tiene que decirnos no es tan horrible. Lo que tiene que decirnos es algo bastante valioso, de hecho, para incorporar a nuestra experiencia cotidiana, y mejorar nuestras vidas.
¿Qué pasaría si no tuviéramos que esperar esa sacudida para pensar en las oportunidades que no deberíamos dejar escapar, para decir lo que debemos decir, para vivir lo que queremos vivir?. Para permitirnos que el tiempo se ralentice y las cosas empiecen a acostumbrarse a ocupar el lugar que realmente les corresponde en la lista de prioridades, porque la vida está primero. A actuar sin temor de que las cosas que quisiéramos conservar se pierdan, porque de todos modos se perderán tarde o temprano y entonces no tendremos ni aquello a lo que pretendíamos aferrarnos ni la experiencia que dejamos escapar por culpa de ese temor. La muerte puede enseñarnos a vivir sin ese miedo, sin aceptar toda la serie de condicionamientos y estupideces que se pretende volcar sobre nosotros, toda esa carga que vamos acumulando y transportando, por más que nos pese, sin saber a dónde va ni para qué. En lugar de esto, podemos preferir que sea “un poco de muerte” lo que nos acompañe en este viaje que es la vida, una pequeña muerte que se encargue de tirar por la ventana, sin asomo de culpa, el equipaje de sobra, para poder llevar con nosotros el que realmente nos sirve.
Que una pequeña muerte habite en nosotros, para recordarnos que en cualquier momento podemos empezar de nuevo. Que una pequeña muerte asome a nuestros ojos cuando algún idiota quiera imponernos algo que no nos interesa... y con suerte se asuste y se vaya bien lejos.
Una pequeña muerte que nos recuerde que la frontera entre lo que fue y lo que es puede ser tan fina que tengamos que combatir muchas veces a los mismos monstruos, bajo distintas formas... pero también reencontrar el amor, una y otra vez, a través de esos lazos que ni ella misma puede cortar por completo.
5 comentarios:
Alzo mi copa por esa pequeña muerte, Vae, magnífico post.
Rebeccah.
pues sea¡ desde que te descubrì ,te leo y me gusta hacerlo. que viva la muerte¡ que nos hace concientes de lo precioso que es vivir ¡¡¡
A propósito de una visión más positiva de la Muerte, hay dos personajes que vale la pena conocer;
Uno es (cómo no), la "Muerte" de la serie de Mundodisco de Terry Pratchett. Si hay alguien que no ha leído aún a Pratchett, en primer lugar puede pensar que hay algo realmente bueno que puede aportar a su vida, y en segundo, hacerse una idea visitando "La Concha de Gran A'Tuin" siguiendo este link:
http://dreamers.com/mundodisco/index.htm
El otro personaje es la "Muerte" de Neil Gaiman, en "Muerte: El alto coste de la vida" y "Muerte: Lo mejor de tu vida". Para hacerse una idea, hay una excelente reseña en Zona Negativa:
http://www.zonanegativa.com/?p=5160
Gracias por los comentarios. Rebeccah, me alegra saludarte después de tanto tiempo, un abrazo! :)
Sí, me pongo a buscar sobre Pratchett, hablas mucho y se ve que confías en este autor/autora, aún no lo sé, y tu opinión cuenta, así que me has abierto ahora ya sí el apetito ;) A Gaiman sí lo conozco: espectacular! :D Te dejo esto: Compañera usted sabe/puede contar conmigo/no hasta dos o hasta diez/sino contar conmigo/si alguna vez advierte/que a los ojos la miro/y una veta de amor/reconoce en los míos/no alerte sus fusiles/ni piense que deliro/a pesar de esa veta/de amor desprevenido/usted sabe que puede/contar conmigo/pero hagamos un trato/nada definitivo/yo quisiera contar/con usted, es tan lindo/saber que usted existe/uno se siente vivo/quiero decir contar/hasta dos hasta cinco/no ya para que acuda/presurosa en mi auxilio/sino para saber/y así quedar tranquilo/que usted sabe que puede/contar conmigo. Es un poema titulado Hagamos un trato, de Benedetti, y obviamente el trato es con la muerte, como en el Séptimo sello. Un saludo.
Muchas gracias Vesta :D
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