sábado, 9 de agosto de 2008

La yegua en la mina. En contra del "idealismo".

Cuando era niña leí un cuento ruso, o tal vez de la europa del este, del que a penas conservo más que unas imágenes vagas, pero aún impactantes. Trataba acerca de una yegua y su potrillo, condenados a trabajar en el interior de unas minas de carbón.

Arrullaba la madre al hijo, aún en medio de la oscuridad en la que se encontraban; y le contaba del mundo exterior al que ella una vez había pertenecido. Le hablaba de un mundo en el que el cielo era alto y azul, y por él cruzaban las nubes blancas y esponjosas, que de vez en cuando se oscurecían y traían los relámpagos, los truenos y la lluvia. Le hablaba de la tierra oscura y blanda, de la fragancia húmeda de su exhalación, llevada por la brisa, y del verde pasto que crecía en ella, alimentado de sol y de agua. De los colores del amanecer y el atardecer, del resplandor de las estrellas que se movian con las estaciones, del entramado de luces y sombras que sobre el suelo dibujaban las hojas de los árboles, del sabor de las rojas manzanas... de la sensación del galope, del ritmo de los cascos golpeando bajo el resplandor del mismo sol que acariciaba con firmeza el pelaje recio y blanco, y lanzaba sus reflejos con el orgullo de un rey que reparte dádivas desde su montura, sobre las aguas frescas ... en las que ella se iba a abrevar.
Todo esto le describía recreándose en aquellos detalles que otrora complacieron por entero su ser, quería que el hijo los conociera, y que no fueran jamás olvidados, por si algún pudiera escapar y regresar, por si alguno de los descendientes podía hacerlo.

Pero el potrillo, que había nacido en aquella misma mina, nunca había visto tales maravillas y aunque el relato fuera hermoso, se decía que aquello que eran sólo delirios de su madre, provocados por la dureza de los trabajos a los que se les forzaban, cada vez más difíciles de soportar. La realidad era muy distinta, era la oscuridad de aquel encierro, el aire denso y contaminado, los pasos angostos, el peso de la carga, el golpe del látigo, el agua sucia y la yerba seca. Existía, realmente, la firmeza de las patas, y la resistencia del lomo, cuando éstos fallaran, simplemente, los hombres de los latigazos se desharian de ellos, y llegaría el final. Entonces tal vez sería como dormir, descansar al fin, o tal vez no... Y aunque el potrillo no respondiera nada, aunque sólo mirara a su madre con ese amor del que las peores condiciones no nos pueden despojar, también aquellos pensamientos se filtraban a través de los castaños y honestos ojos, que brillaban antes con rabia que con esperanza, partiendo el corazón a aquella yegua ya más anciana que joven.

Esto es lo que recuerdo de aquella historia, seguramente desfigurada en mi mente por el paso del tiempo. Tenemos, pues, la libertad de imaginar un final... podemos imaginar que un día, por cualquier motivo, el potrillo llega a salir de la mina, y descubre que aquello que su madre le contaba era real. O bien el potrillo no sale nunca, muere sacificado en la misma mina en la que vivió, sin haber querido dar falsas esperanzas a sus descendientes, pensando así ahorrarles sufrimiento... pero, sin embargo, un día, por cualquier motivo, uno de los descendientes sale de la mina, descubriendo aquella realidad por sí mismo.

En cierto modo, a veces la trasmisión del conocimiento oculto discurre por estos ciclos, memoria,trasmisión, conservación, olvido y redescubrimiento de la fuente original. Pero voy a hablar de otro tema hoy.

En cierto modo, la historia de la yegua y el potro en la mina pudiera recordar el mito de la caverna de Platón; pero me gusta más el cuento que la famosa alegoría. Platón la usa para describir el acceso del hombre al mundo de las ideas, que supone real por encima de la ilusión sensible. Pero nuestra yegua habla de lo que ocurre cuando ese mundo sensible que el filósofo desprecia nos es arrebatado. Es difícil imaginar que alguien se tome la molestia de encadenar a unos hombres en el interior de una cueva, y aún más que luego se pasee por delante de la misma un cargamento de figuras que se proyecten oportunamente contra la pared... pero es muy fácil imaginar a alguien interesado en enterrar a caballos y hombres, a potrillos y niños por igual en la oscuridad asfixiante de una mina de carbón, en la que sus vidas dependen de su resistencia, en la que, si no mueren antes, serán deshechados al declinar su productividad, e incluso si finalmente regresan al exterior, la mancha de aquella prisión creciendo en su interior acabará por devorarlos. Ante estas escenas, que sabemos fueron reales, si es que no lo están siendo aún, si es que no han empeorado acaso con el paso de los años, el mundo "real" de las ideas platónicas se convierte en poco más que una terrible fivolidad.

Y aunque supongo que no era esa la intención de Platón, ni soy filósofa para discutir sus ideas, sí puedo enfrentar a la legión de pequeños hombres que se contentan en citarlo con oscuros intereses, llenándose la boca con conceptos "idealistas" que desprecian una realidad tangible y generosa que ni siquiera se han preocupado en conocer.

En la alegoría de la caverna, el hombre liberado de sus cadenas, el filósofo, descubre por esfuerzo un mundo más real, y cuando se apresura a liberar a sus antiguos compañeros, incapaces de valorarlo en su medida, se encuentra con sus amenazas. La diferencia es que nuestro mundo tangible es mucho más fácil de accesar, pero no hace falta que detalle cómo se trata a las personas que son demasiado felices, a las personas que conservan íntegra su capacidad de gozar... se las juzga de superficiales e ignorantes. No podría contar cuantas veces he oído variantes de la expresión "a veces quisiera ser más tonto, para no sentirme tan infeliz"... Tampoco sé si se puede llegar a ser más tonto desde el punto en el que uno se permite tal pensamiento :)

No hace falta buscar paraísos lejanos e ideales, el paraíso es el mismo lugar que nos rodea, desde el momento en el que nuestra voluntad se dispone a recuperar lo que constituye nuestro don de nacimiento: la experiencia del mundo que nos permite la sensualidad, y el placer.
No se trata de poner a los sentidos en una situación extrema, del mismo modo que la llama de una vela cumple su cometido consumiéndose a un ritmo adecuado y no en la explosión de una fulgurante llamarada única. Se trata de apreciar la información que nuestros sentidos nos brindan, y deleitarnos en ella... el roce de las sábanas, el sabor de nuestra comida preferida, los matices de la luz incluso cuando se derraman sobre la más gris de las ciudades... toda esa infomación va adentrándose, va constituyendo un tesoro de sensaciones placenteras capaces de asociarse a ideas y emociones beneficiosas, capaces de ayudarnos a encontrar/construir la vida que queremos, capaces de llevarnos más allá de lo corpóreo por un sendero mucho más natural que el tortuoso camino de cristales rotos que señalan los detractores de las bondades de la materia.

Es cierto, lo material no es único, hay una esencia, un espíritu capaz de trascender sus límites... pero mientras algunos creen que son dos realidades en guerra, y otros creen que el segundo puede imbuir al primero con su gracia; aún hay otros, entre los que me cuento, que consideran que no hay una verdadera diferencia entre ambas formas permeables y conectadas de una misma realidad (o de una misma ilusión). La experiencia corpórea, la emocional y la mental cubren forzosamente un espectro muy restringido de la realidad, teniendo en cuenta los sistemas que existen en un macrouniverso cuya inmensidad no podemos medir, así como aquellos que operan en los microuniversos que conforman aquello que nos rodea, y a nosotros mismos, resultando igualmente incógnitos y remotos.

¿Por qué motivo podría un hombre renunciar a aquello con lo que la naturaleza lo dotó?, ¿Cómo puede alguien considerarse realmente inteligente despreciando la armonía de aquellos elementos que conforman su naturaleza y fomentando la discordia en su interior?
Sabemos que el mejor lugar para la yegua está bajo el cielo azul, bajo la caricia del sol, el alimentándose de pasto fresco y manzanas, refrescándose en aguas cristalinas; si la yegua decidiera por si misma adentrarse en el infierno de la mina, pensaríamos que algo está mal en ella, no pensaríamos que está siendo demasiado inteligente... y sin embargo, cuando un hombre, o una mujer, emprende ese camino lo que precisamente oímos decir es : "es demasiado inteligente para ser feliz".
Y cuando uno tiene conocimiento de que existe una realidad amable y placentera alcanzable por los sentidos, las emociones y la mente en colaboración, se lo trata como a un loco o un ignorante; pero cuando otro agacha la cabeza y permite que se lo explote y maltrate se lo llama "realista"... Si realmente lo fuera, sabría que en realidad no necesita mucho más que alimento y cobijo para vivir y que todo lo que teme perder al oponerse a los que lo tratan como un esclavo - el resto de sus posesiones, su estatus, así como las relaciones personales y la idea de sí mismo cuando se basan en lo anterior- no son más que nefastas ilusiones por las que se ha dejado atrapar de un modo bastante necio.

Entiendo que hay personas que son encerradas en auténticos infiernos por cuestiones ajenas a su voluntad, que el mundo no es un lugar precisamente perfecto y hay mucho por lo que se debe luchar, y contra lo que uno debe rebelarse. Y entiendo que hay momentos muy tristes, oscuros, asfixiantes, en los que nos sentimos peor que muertos, que existe el dolor físico, y el dolor psíquico del que no vamos a escapar por repetirnos mil veces ante el espejo "No pasa nada, estoy requetebien". Pero, precisamete por todo eso, aprovechar el momento, valorar el paraíso a nuestro alcance, y saborear los tesoros de la vida constituye un acto de rebelión contra esos azotes del destino. Los momentos duros, tristes, difíciles y horribles ya lo son bastante por sí mismos, tienen su tiempo y su lugar, y valiosas lecciones que ofrecer. Ambos aspectos de la experiencia vital, el placentero y el doloroso, convenientemente procesados, pueden llevarnos a conocer los cantos del triunfo, y aún las maravillas que se extienden más allá de ellos, como cubiertas por un velo dorado.
Pero autoadministrarnos unas dosis excesiva de dolor, renuncia, negación y tristeza (incluso cuando creemos que eso nos hará más fuertes, o nos ahorrará sufrimientos futuros -que, por cierto, no es posible-) no nos va a ayudar en absoluto, a menos que nuestro propósito vital sea convertirnos en unos amargados.
E ir en contra de nosotros mismos no es inteligente, diga lo que diga esa legión de mentes preclaras que quiere hacernos andar sobre cristales, y sobrecargar nuestros lomos mientras fustigan sádicamente nuestros flancos.

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