Lilith (1892), John Maler Collier
Una persona libre, a la que no la puede comprar o condicionar, puede ser percibida como un peligro porque escapa de control. Por esto a menudo se intenta ejercer el control sobre ella a través de diferentes medios, presión, chantaje, amenazas, violencia... Obviamente, dado que sólo en raras ocasiones el ser humano está dispuesto a aceptar que se está metiendo donde no lo llaman, esta amplia gama de agresiones (veladas o directas) que tiene como objetivo tratar de controlar a otros, inicia con acusaciones.
El miedo proyecta fantasmas y hace volar la imaginación acerca de aquello que el individuo que no se puede subyugar a otra voluntad puede pensar, decir o hacer, así como disparar interminables elucubraciones respecto aquello que se puede criticar de él, pasajes y estancias "oscuros" de su vida, a pesar de que lo que éstos tengan de oscuros sea antes la ignorancia del acusador al respecto que cualquier clase de "mal". Así, las personas que escapan al control son acusadas, con razón o sin ella, de falta de obediencia, amabilidad, gentileza, etc. terminando por sentenciar primero que no son "buenos" o "buenas"; Luego, que son un peligro, y finalmente que son auténticos monstruos a los que "es necesario" dar caza, "poner en su sitio", derrotar, eliminar. Por supuesto siempre por el bien de "todos" - de unos "todos" perfectamente desconocidos, cuyos intereses y necesidades son igualmente ignorados, claro-.
Estas acusaciones delatan el temor a la libertad por parte del que señala y, con él, también el miedo a la propia libertad, al control sobre uno mismo ejercido por uno mismo; Cuando una persona se dedica al intento de controlar las vidas ajenas omite el hecho de que tiene una vida propia de la que ocuparse, faltando así a su primer deber, tal vez por miedo a que la tarea sea demasiado grande para él o ella.
En cierto modo es como si sostuviera un número infinito de cadenas y lazos esperando la ocasión adecuada para entorpecer el paso ajeno, mientras su propia existencia se agita en un desorden exacerbado y padece la traición de sus emociones. Por negligencia, ha permitido desviar su atención hacia un lugar equivocado, como un canal que en vez de servir para abrevar ganado y regar sembradíos se perdiera entre rocas, dejando morir aquello que se dejó a su cuidado. El peso de las cadenas en sus ocupadas manos, impide no sólo restablecer el orden básico y necesario para el desarrollo de una vida digna, sino también toda posibilidad creadora.
El controlador, el censor, el agresor se condena a sí mismo a una vida de miserias, materiales en ocasiones, existenciales siempre. Cuando se observa la vida encerrado en las prisiones que uno mismo ha construido, la libertad y felicidad ajenas son una ofensa y el confinamiento, castigo y sufrimiento ajenos constituyen un tibio consuelo que, por más que no alcanza a reparar el daño, al menos lo entretiene. Como todo aquel que deja morir la llama que lo anima y en vez de tratar de recuperarla trata de apagar ese fuego en otros, no espera sino el momento de dormitar en la ceguera de una oscuridad homogénea, puesto que una simple chispa es capaz de revelar las diferencias entre los hombres y recordarle aquello que hubiera podido llegar a ser... Aquello que, de hecho, aún podría llegar a ser si enfrentara su situación real. El controlador no es sino alguien que se ha rendido antes de tiempo, que no es capaz de reunir el valor para volver a empezar, y hacer las cosas bien.
Mientras realizamos nuestro propio camino, bien sea que hayamos dado unos pocos pasos, o que llevemos un largo recorrido, habrá momentos en que será más o menos fácil tropezar y caer en estas trampas, las cuales pueden herirnos o, lo que es peor, extraviarnos por una buena temporada. Así que es siempre importante permanecer atentos, porque el haber evitado una, o varias de ellas, no nos impide resbalar más adelante. Sin embargo, en lugar de colgarnos el patético y teatral cartel de víctimas - o verdugos - potenciales, lo más importante que se puede aprender de esta cuestión es la necesidad de liberarnos del temor a la libertad, a la ajena y a la propia, por ejemplo (y especialmente) a la hora de tomar decisiones.
Cuando debemos tomar una decisión, y queremos hacerlo bien, es normal que vayamos en la búsqueda de la mayor cantidad de datos al respecto. También es usual que esto nos lleve a una persona que sepa más que nosotros acerca de un tema determinado y a solicitar su consejo. Ahora bien, su consejo, incluso cuando pueda indicarnos una posible solución, no es una solución que provenga de nosotros, así que posiblemente no tenga en cuenta nuestras prioridades o incluso nuestros principios. Si lo seguimos a ciegas es muy posible que nos arrepintamos porque los resultados de nuestra decisión no tengan mucho que ver con nosotros mismos, con lo que respetamos o deseamos; mientras que si no lo hacemos es posible que nos llamen desagradecidos, estúpidos... o que nos espeten uno de aquellos manidos "ya te lo dije, pero no me hiciste caso" :) Sin embargo, si seguimos un consejo, y el resultado es nefasto, no es muy probable que la persona que nos lo dio - a la que, tal vez, se lo pedimos- sufra las consecuencias o se haga responsable de las mismas. Mientras que si cometemos un error por causa de una decisión propia, al menos sabremos que factores intervinieron y podremos comprender que hay que cambiar para la próxima.
Las responsabilidades que tenemos respecto a nuestra propia vida, al camino que seguimos, a la persona que somos, no se pueden derivar en otros. En la medida que comprendamos esto seremos libres. Y en la medida que nuestra libertad se manifieste de un modo auténtico, nos llevará cada vez más lejos del asedio de persecutores, censores y agresores... como un fantasma, como el mismo diablo que han formado en sus mentes enfermizas, si intenta atacar a un ser libre resulta que ya no está allí, si se lo pretende herir las armas no encuentran un blanco en el que dar.
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