En las últimas semanas mis sueños han cobrado un realismo acuciante, susurrando una y otra vez un mensaje que no alcanzo a descifrar - y presiento que ha de ser mejor así-, y a través de ellos he vuelto a sentir el olor de las rosas frescas, a ver la miríada de reflejos solares que el mediterráneo mece sobre el lomo de sus verdes aguas y aún a sentir su constante rumor, como un despertar de los sentidos internos.
La víspera de mayo, de madrugada, me senté casualmente en las escaleras de un rellano, contemplando en la oscuridad el elegante perfil de las blancas calas y sus anchas hojas, erguidas sobre la maceta y aún el retal de cielo que los edificios no alcanzaban a ocultar; sintiendo flotar en el aire, que aspiraba en un silencio repentinamente solemne, el delicado velo del tiempo mágico, mientras inesperados recuerdos de adolescencia acudían a mi mente... Calles, plazas, parques mil veces visitados, que resultan ahora tan lejanos en la distancia geográfica como en el tiempo. Y junto a ellos los rostros, voces y nombres que antaño conformaron todo el universo conocido, y hoy sólo son un puñado de teselas dispersas en ese mosaico del pasado al que rara vez dirigimos la mirada.
Aunque yo no recordara en aquel momento, conscientemente, la importancia de la fecha, la memoria corporal sí lo hacía; de modo que tras años de entrenamiento y costumbre la encontré -aún a mis espaldas- afanándose en los preparativos precisos para la celebración en el templo interno. Empujando recuerdos, imágenes, conexiones, que tanto si mi conciencia quería como si no, iban a realizar el mismo trabajo que antaño les fuera encomendado. Al fin, al caer en la cuenta de lo que sucedía, el hecho de disponer en el exterior el más humilde de los altares, resuena en este mundo interno con el efecto de un curioso eco...
Por un lado, es una muestra de que el trabajo acumulado en años, siempre que guarde coherencia, no se ha de perder en un pozo sin fondo, sino que traza el recorrido de un canal capaz de guiar aquellas fuerzas de las que no somos conscientes al destino que hayamos considerado con anterioridad conveniente para las mismas.
Por otro, una muestra de que nuestro cuerpo, y los aspectos no conscientes de nuestro ser, aprenden, crecen y profundizan en las experiencias junto a nosotros, y sería más conveniente valorarlos con justicia, que relegarlos o encorsetarlos según los gustos y caprichos de ese estado que nos empeñamos en llamar "consciencia" aunque no siempre merezca el nombre, el mismo que a nuestro pesar tropieza más de una y de dos veces.
La víspera de mayo, de madrugada, me senté casualmente en las escaleras de un rellano, contemplando en la oscuridad el elegante perfil de las blancas calas y sus anchas hojas, erguidas sobre la maceta y aún el retal de cielo que los edificios no alcanzaban a ocultar; sintiendo flotar en el aire, que aspiraba en un silencio repentinamente solemne, el delicado velo del tiempo mágico, mientras inesperados recuerdos de adolescencia acudían a mi mente... Calles, plazas, parques mil veces visitados, que resultan ahora tan lejanos en la distancia geográfica como en el tiempo. Y junto a ellos los rostros, voces y nombres que antaño conformaron todo el universo conocido, y hoy sólo son un puñado de teselas dispersas en ese mosaico del pasado al que rara vez dirigimos la mirada.
Aunque yo no recordara en aquel momento, conscientemente, la importancia de la fecha, la memoria corporal sí lo hacía; de modo que tras años de entrenamiento y costumbre la encontré -aún a mis espaldas- afanándose en los preparativos precisos para la celebración en el templo interno. Empujando recuerdos, imágenes, conexiones, que tanto si mi conciencia quería como si no, iban a realizar el mismo trabajo que antaño les fuera encomendado. Al fin, al caer en la cuenta de lo que sucedía, el hecho de disponer en el exterior el más humilde de los altares, resuena en este mundo interno con el efecto de un curioso eco...
Por un lado, es una muestra de que el trabajo acumulado en años, siempre que guarde coherencia, no se ha de perder en un pozo sin fondo, sino que traza el recorrido de un canal capaz de guiar aquellas fuerzas de las que no somos conscientes al destino que hayamos considerado con anterioridad conveniente para las mismas.
Por otro, una muestra de que nuestro cuerpo, y los aspectos no conscientes de nuestro ser, aprenden, crecen y profundizan en las experiencias junto a nosotros, y sería más conveniente valorarlos con justicia, que relegarlos o encorsetarlos según los gustos y caprichos de ese estado que nos empeñamos en llamar "consciencia" aunque no siempre merezca el nombre, el mismo que a nuestro pesar tropieza más de una y de dos veces.
1 comentarios:
A veces sabemos cosas sin saber que las sabemos... pero cuando una aprte de nosotros recuerda, tratar de pararlo es como detener la marea.
Un abrazo.
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