Durante la iniciación de Sinuhé - me refiero a la novela de Waltari, y sigue mini spoiler - los jóvenes aspirantes debían pasar una noche velando en el templo la estatua del dios Amón, considerando la tradición que si éste los creía dignos se les aparecería de modo individual dicha deidad. Pero los alumnos del templo, tan corruptos como sus sacerdotes, pagan a los mismos para pasar la noche ebrios, dormidos, jugando a los dados, o aún fuera del templo en compañía de mujeres, a pesar de que las prescripciones indicaban mantener abstinencia. De modo que el único que realmente vela es el joven Sinuhé, y sin embargo en toda la noche no consigue ver más señal que un ligero movimiento de las cortinas.Estoy segura de que más de un lector se sentirá tan identificado con la situación descrita como yo. Y por más que Waltari sea un autor relativamente moderno, y la suya una obra de ficción histórica, no se hace demasiado difícil pensar que escenas como la anterior pudieran venir de muy lejos en el tiempo. Pero no es mi intención centrarme esta vez en la misma decepción recurrente de la que podemos llegar a hastiarnos; sino en esa honestidad que, aún rozando la ingenuidad, puede cerrar muchas puertas pero que, sin embargo, conserva la facultad de permitir el acceso a las cámaras subterráneas donde se guardan el tipo de tesoros que nunca caerá bajo el poder de la corrupción.
Al amanecer acude el sacerdote aún medio ebrio, para preguntar a los aspirantes si se les ha aparecido el dios; a lo que todos responden sin vergüenza alguna que, efectivamente, así ha sido, e inventan una bendición particular sobre ellos mismos, rivalizando en cuanto a la generosidad de Amón respecto a cada cuál. Excepto Sinuhé, que no comenta más que lo que ha visto, es decir, el leve movimiento de las cortinas; honestidad que le acarreará desde el primer instante un sinfín de burlas y escarnios.
La humanidad pierde primero la memoria de las esencias, sólo más tarde la de las costumbres que las guardan como vasijas de arcilla bellamente decoradas; de modo que muchas tradiciones perviven aún vacías de significado, o son rellenadas con algún otro que poco o nada tiene que ver con el original. Pero la humanidad, como la vida misma, se renueva a cada instante, y nada importante puede perderse en realidad, salvo la misma relación humana con las fuerzas de la vida, ese cordón invisible, similar al que une a un embrión con su madre, que es como un tallo verde que por un mal cuidado puede secarse y volverse quebradizo.
Sobre este vínculo se amontona a menudo paja y estiércol, de modo que junto a la suciedad cotidiana de aquellos que se adornan con atributos y títulos que no merecen, se podrían encontrar aún valiosos deshechos de otros tiempos que líderes y seguidores no saben para qué usar. Sin embargo, paja y estiércol pueden ser un poderoso abono para que la semilla de la búsqueda despierte y se aventure a abrirse paso hacia la luz del cielo abierto, abrazando de este modo su destino.
Dicho de otro modo, es muy comprensible que uno se sienta decepcionado o engañado cuando, sin ninguna intención por su parte, andando respetuosamente su camino, mitos antiguos y modernos se derrumban a sus pies, como si una sola, desnuda y entregada presencia resultara una insospechada fuerza que, fuera de control, se lanzara a atacar precisamente aquello que más amamos.
Pasado el doloroso momento inicial y el espanto que conlleva, no obstante, uno puede darse cuenta que el efecto producido es el mismo que el de un fruto que se nos ofreciera, en correspondencia a nuestra propia entrega; liberado de su cáscara... ofreciéndose, generoso, para nutrirnos calmando nuestra hambre y nuestra sed, e instruirnos finalmente en el secreto de la semilla de su mismo centro, de la regeneración de la vida y de nuestro propio vínculo con ella.
No podemos permitirnos el lujo de ser ingenuos en el mundo "social", y para que no ser sorprendidos o decepcionados suele ser más prudente aprender a ver las cosas como han elegido ser, del mismo modo en que los animales conocen las particularidades y peligros del territorio que habitan. Pero, por la misma honestidad respecto a nosotros mismos, conservaremos la idea de que las cosas podrían ser muy distintas y funcionar igual o mejor, y nos daremos a la tarea de escoger con cierta conciencia aquello que deseamos para nosotros mismos, y, sobretodo, aquello que nosotros queremos ser.
He conocido personas capaces de mezclar todo y cualquier cosa, incluidos los frutos de su fantasía, de modo que serían el blanco perfecto para las acusaciones de aquellos "nuevos eruditos", que por haberse desilusionado respecto a las creencias que no tuvieron más remedio que abandonar, rotas, reparten su tiempo entre el cebado de su ego y el ataque a las creencias de los demás.
Sin embargo, estas personas que mezclaban a su antojo, podían dar una cierta coherencia al conjunto, elaborando por sí mismos la sustancia capaz de realizar la abigarrada amalgama y trabajarla después hasta que adquiriera el aspecto de una hermosa talla o una excelente herramienta; tenían en su haber buenas palabras y mejores actos, sabios consejos y prácticas efectivas, con los que no esperaban alcanzar notoriedad o ganar dinero.
La mayor diferencia entre ellos, no es tanto el grado de erudición, sino la capacidad de procesar el material en bruto, la capacidad de crear dando una nueva forma de acuerdo a la utilidad determinada por la necesidad o voluntad verdadera. De nada sirve acumular información si no se sabe qué hacer luego con ella. Y así, mientras unos, por nefasta que nos parezca su materia prima, siguen creando y perfeccionando su arte, los otros dejan de producir, estancados a los lados del camino que abandonan sin darse cuenta, para dedicarse a señalar y tirar piedras.
La decepción, la pérdida de algo en lo que creíamos y debemos dejar atrás, es una pequeña muerte que traza la frontera entre lo que un día fuimos y lo que a partir de entonces somos. Es un velo que se descorre vertiendo sobre nosotros, súbitamente, un resplandor o una oscuridad desconocidos... a los que más pronto que tarde, si no echamos a correr por donde vinimos, nuestros ojos se acostumbrarán hasta encontrarse en un ámbito que llegarán a sentir más natural y propio que el que abandonaron.
La desilusión es, por tanto, una iniciación en toda regla, una prueba en la que nuestra capacidad de asombro, de maravilla, incluso de comunión y agradecimiento por la existencia, pueden perderse para siempre. Pero que si por el contrario logran sobrevivir, resultarán fortalecidas y ya no habrán de abandonarnos jamás.
1 comentarios:
No sé donde leí un pequeño experimento psicológico que hicieron con niños, algunos de ellos sobredotados intelectualmente hablando; otros, normales. Se trataba de dejarlos solos en una habitación y el cebo consistía en unos caramelos. No recuerdo todo el proceso; pero el resultado sí: los niños que mintieron eran los que tenía un CI más alto. Quizá no ser 100% honesto garantice la supervivencia o sea un signo de inteligencia práctica y de completa y moderadamente feliz inmersión en el entorno en el que se habita.
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