Tal vez la edad, tal vez el verme eventualmente saturada por un exceso de intensidad y contraste, es lo que hace que, la cándida visión del revoloteo de las avecillas entre los arbustos en flor, lejos de parecerme una insustancial imagen de postal, constituya una suerte de remanso de calma, digno de agradecerse: una excusa para detenerme, respirar, y recordar aquello que debe ser recordado.
Paseaba cerca de un muro, sobre las aceras naturalmente alfombradas por las liláceas flores de Jacaranda, cuando advertí una flor algo más grande, de color similar, pero diferente forma, que después supe se llama Tumbergia azul. En un acto reflejo, me agaché para recogerla; luego con ella en la mano me pregunté cómo podía ser algo tan simple y, a la vez, tan hermoso... No sólo la flor, o su color pálido y sereno, sino el modo en cómo había llegado ahí, como si habiendo llegado el momento preciso ella sola se hubiera soltado del tallo, dejándose caer, y aterrizando ligera e intacta entre las otras flores, despreocupada de lo que sería su posterior deterioro.
Y mi propio acto reflejo, sin otros motivos que la curiosidad o la estética, sosteniéndola en la palma de mi mano y sin saber y sin preguntarme siquiera qué hacer después con ella, cuando el instante hubiera pasado, porque mi mente se inundó de evocaciones... y pensé, qué apropiada luciría en la cabellera de una joven, que se ensueña tendida en la hierba, en la orilla de un río, esperando con tanta ansiedad como deleite, a ese amante, ya conocido por sus carnes, o bien aún imaginario que habría de aparecer sorpresivamente y abrazarla por la cintura.
Había en esta visión algo de primitivo, desnudo de más ornamentos que aquella flor, igualmente simple y hermosa, que hizo que me preguntara - una vez más- si no es posible que día a día estemos caminando por el paraíso sin darnos cuenta, del mismo modo que las suelas de nuestros zapatos y el asfalto han separado las plantas de nuestros pies del tacto de la piel de la Tierra.
La cuestión es que la flor de la jacaranda, y la flor de la thumbergia, se asemejan en color, la una viniendo de un árbol, la otra de una trepadora,van a coincidir en un momento dado en el mismo espacio, pero cada una viene de una larga selección de adaptaciones al medio, que han demostrado ser igualmente válidas. Y así como existe la variedad en las flores, existe entre las personas y aunque nosotros, humanos, sí pertenezcamos a una misma especie, algo podemos aprender de ello.
Recordé el episodio de las flores al hablar con una persona cuyo reto en este momento consiste en descubrir no sólo cual es la estrategia de adaptación al medio que le corresponde, sino sobretodo el valor de esa forma propia que sólo ella puede encarnar. El poder de sus propios ritmos, aquellos únicos que pueden ligar el potencial que entraña la semilla vital que le fue dada en custodia por el hecho de existir, con el poder nutricio de los frutos que tarde o temprano deberá entregar al mundo.
El nacimiento es siempre el momento más difícil, aquel en el que todo está por confirmarse, aquel en el que la balanza no se inclina a nuestro favor. Pero luego aún hay que sobrevivir, cada día y cada hora, y más que eso, desarrollar las raíces que nos proporcionarán estabilidad y alimento, y crecer dirigiéndonos hacia la luz del sol, aún cuando el bosque nos rodee de imponentes sombras... al final la materia de la que estamos hechos volverá a la tierra, pero de nosotros depende si en el trayecto somos capaces de unir las fuerzas de lo subterráneo con las celestes en actos de creación propia, en frutos.
Hay espacios de competencia, y hay espacios de convivencia... Pero lo que importa, al fin y al cabo, es que mientras podamos decir que estamos vivos, nuestras estrategias han funcionado al menos en grado suficiente para darnos la oportunidad de ir más allá de las circunstancias interiores o exteriores en las que nos encontramos en nuestro presente. De nuestra propia adaptación al medio dependerá si nos afincamos en unos u otros. Debemos conocernos, debemos saber cuál es nuestra necesidad real, nuestra voluntad real, definir los objetivos, e ir por ellos. No importa cómo lo hagan otras flores, si no somos como ellas. Como somos, realmente, está más que bien, en nosotros está el camino para llegar dónde necesitamos, donde realmente queremos, donde está escrito que debemos llegar.
Por eso, de nada sirve intentar darle prisa a una flor para que extienda sus pétalos, ni gritarle o darle mimos para tratar de dirigir o persuadirla acerca del color que nos parece que va a serle más útil. Cada flor será del color que le corresponda por naturaleza, y se desarrollará según su propio ritmo; lleva en ella el conocimiento necesario para ser y permanecer en el mundo. Respetar la naturaleza, a veces, va más allá de no ensuciar los parques... y significa permitir que las personas sean lo que son, admirarse de sus formas únicas, dejar que se desarrollen como deciden hacerlo, no como creemos nosotros, desde fuera, creemos que "deberían". Porque el deber real, el que prioriza sobre cualquier otro, es el de cada cuál consigo mismo.
Paseaba cerca de un muro, sobre las aceras naturalmente alfombradas por las liláceas flores de Jacaranda, cuando advertí una flor algo más grande, de color similar, pero diferente forma, que después supe se llama Tumbergia azul. En un acto reflejo, me agaché para recogerla; luego con ella en la mano me pregunté cómo podía ser algo tan simple y, a la vez, tan hermoso... No sólo la flor, o su color pálido y sereno, sino el modo en cómo había llegado ahí, como si habiendo llegado el momento preciso ella sola se hubiera soltado del tallo, dejándose caer, y aterrizando ligera e intacta entre las otras flores, despreocupada de lo que sería su posterior deterioro.
Y mi propio acto reflejo, sin otros motivos que la curiosidad o la estética, sosteniéndola en la palma de mi mano y sin saber y sin preguntarme siquiera qué hacer después con ella, cuando el instante hubiera pasado, porque mi mente se inundó de evocaciones... y pensé, qué apropiada luciría en la cabellera de una joven, que se ensueña tendida en la hierba, en la orilla de un río, esperando con tanta ansiedad como deleite, a ese amante, ya conocido por sus carnes, o bien aún imaginario que habría de aparecer sorpresivamente y abrazarla por la cintura.
Había en esta visión algo de primitivo, desnudo de más ornamentos que aquella flor, igualmente simple y hermosa, que hizo que me preguntara - una vez más- si no es posible que día a día estemos caminando por el paraíso sin darnos cuenta, del mismo modo que las suelas de nuestros zapatos y el asfalto han separado las plantas de nuestros pies del tacto de la piel de la Tierra.
La cuestión es que la flor de la jacaranda, y la flor de la thumbergia, se asemejan en color, la una viniendo de un árbol, la otra de una trepadora,van a coincidir en un momento dado en el mismo espacio, pero cada una viene de una larga selección de adaptaciones al medio, que han demostrado ser igualmente válidas. Y así como existe la variedad en las flores, existe entre las personas y aunque nosotros, humanos, sí pertenezcamos a una misma especie, algo podemos aprender de ello.
Recordé el episodio de las flores al hablar con una persona cuyo reto en este momento consiste en descubrir no sólo cual es la estrategia de adaptación al medio que le corresponde, sino sobretodo el valor de esa forma propia que sólo ella puede encarnar. El poder de sus propios ritmos, aquellos únicos que pueden ligar el potencial que entraña la semilla vital que le fue dada en custodia por el hecho de existir, con el poder nutricio de los frutos que tarde o temprano deberá entregar al mundo.
El nacimiento es siempre el momento más difícil, aquel en el que todo está por confirmarse, aquel en el que la balanza no se inclina a nuestro favor. Pero luego aún hay que sobrevivir, cada día y cada hora, y más que eso, desarrollar las raíces que nos proporcionarán estabilidad y alimento, y crecer dirigiéndonos hacia la luz del sol, aún cuando el bosque nos rodee de imponentes sombras... al final la materia de la que estamos hechos volverá a la tierra, pero de nosotros depende si en el trayecto somos capaces de unir las fuerzas de lo subterráneo con las celestes en actos de creación propia, en frutos.
Hay espacios de competencia, y hay espacios de convivencia... Pero lo que importa, al fin y al cabo, es que mientras podamos decir que estamos vivos, nuestras estrategias han funcionado al menos en grado suficiente para darnos la oportunidad de ir más allá de las circunstancias interiores o exteriores en las que nos encontramos en nuestro presente. De nuestra propia adaptación al medio dependerá si nos afincamos en unos u otros. Debemos conocernos, debemos saber cuál es nuestra necesidad real, nuestra voluntad real, definir los objetivos, e ir por ellos. No importa cómo lo hagan otras flores, si no somos como ellas. Como somos, realmente, está más que bien, en nosotros está el camino para llegar dónde necesitamos, donde realmente queremos, donde está escrito que debemos llegar.
Por eso, de nada sirve intentar darle prisa a una flor para que extienda sus pétalos, ni gritarle o darle mimos para tratar de dirigir o persuadirla acerca del color que nos parece que va a serle más útil. Cada flor será del color que le corresponda por naturaleza, y se desarrollará según su propio ritmo; lleva en ella el conocimiento necesario para ser y permanecer en el mundo. Respetar la naturaleza, a veces, va más allá de no ensuciar los parques... y significa permitir que las personas sean lo que son, admirarse de sus formas únicas, dejar que se desarrollen como deciden hacerlo, no como creemos nosotros, desde fuera, creemos que "deberían". Porque el deber real, el que prioriza sobre cualquier otro, es el de cada cuál consigo mismo.
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