A veces no podemos permitirnos el aburrimiento, porque la mente se extravía por senderos en los que nos sorprende, perdidos, el anochecer. Vagando como almas en pena, siguiendo un llamado susurrante, quedamos fascinados ante la imagen que nos devuelven las oscuras aguas del estanque... sólo falta que unas manos pútridas salgan violentamente de las mismas para arrastrarnos consigo al fondo.
Era muy pequeña la tarde de verano que caí al estanque... habíamos ido con mis tíos, por entonces adolescentes, a ver ranas y renacuajos. Resbalé y caí; todo lo que queda en mi memoria de lo que ocurrió después es agua turbia, oscuridad y miedo de que aquello fuera el fin, de quedar atrapada allí con el cuerpo cubierto de limo y el pelo enredado en las algas verdes y viscosas, y no volver a respirar. Pero me sacaron, supongo que bastante rápido a pesar de la sensación de "eternidad", y todo quedó en el susto.
Deberíamos aprender de los sustos, pero no siempre es así. A veces insistimos en volver a la resbaladiza orilla, en las horas bajas, a tentar a la suerte. Siguiendo un llamado en susurros por que una parte traicionera de nuestra mente siente predilección. A veces no hace falta beber para embriagarse, a veces basta con retomar y amplificar ciertas ideas, evocar ciertas sensaciones e imágenes, permitir que marquen su cadencia una y otra vez, dejándonos hipnotizar, sintiendo cierto ficticio alivio, cediendo a la necesidad de entrega. Y sentados en el borde, no hacen falta hojas afiladas para abrir las muñecas, ni es necesaria la sangre para dejar el rastro que guíe a los depredadores.
A veces, en realidad, todo lo que deseamos es darles una patada en el hocico, y por ello emprendemos esta maniobra absurda y desacertada, confiando en demasía en que en el último momento reaccione esa parte de nosotros capaz de reaccionar, y actúe en lugar de nuestra conciencia, haciendo lo que mejor sabe hacer... brillar con una luz tan intensa que hace palidecer todo cuanto se reúna a su entorno, y extender un silencio denso y terrible que hace enmudecer cualquier posible distracción, y mantenernos aferrados a la vida.
Uno piensa, porqué esa situación sólo se da en el último momento, porqué no puede ser siempre así, sin dudas, sin miedos ni deseos, sin remordimiento. Uno piensa, cuando todo se ha acabado, cuando se encuentra de nuevo en la orilla y respira, de qué sirve ese afán por vivir, si luego aquello que todo lo sabe - todo cuanto es necesario - , aquello que nos ha hecho gigantes por un momento, nos deja allí abandonados con el encargo de apañarnos para seguir en nuestra menudez e ignorancia de siempre.
Posiblemente sea porque estamos haciendo el vago, desperdiciando recursos, construyendo castillos en el aire soñando en perpetua letargia, viviendo una vida que no queremos, dando la espalda a lo que en relidad somos mientras nos lamentamos de lo mucho que lo añoramos.
Porque el dolor que nos acompaña es algo relativamente manejable, algo conocido, con lo que jugar, ahora permitimos más intensidad, luego reducimos, luego volvemos a aumentar... entreteniéndonos dando vueltas siguiendo una y otra vez el margen del mismo cercado que hemos construido para aprisionarnos, por miedo a lo desconocido, a lo extraño, al poder dar una dirección y un sentido a nuestra vida, que está en nuestras manos.
Todo lo que se puede hacer por no ser abandonados por ese impulso álgido, es, posible y simplemente, serle fiel, no dejarlo ir, crecer a su altura, no desperdiciarlo... nunca sabremos si habrá otra oportunidad.
martes, 8 de abril de 2008
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