domingo, 12 de junio de 2011

Frutos silvestres



El desencanto es una medicina en la medida que nos ayuda a ver las cosas tal como son y no tal como quisiéramos que fueran, pero es también un veneno potencial que puede insensibilizarnos o inmovilizarnos. A menudo queremos estar preparados, más de la cuenta. Tratamos de preveernos de lo malo, y de lo demasiado bueno, midiendo cada paso y cada palabra, temerosos de la traición de nuestra sombra o incluso de nuestro aliento. De un posible vaho capaz de revelar que albergamos en nuestro interior el calor de las cosas vivas, de recordarnos de qué lado del espejo nos encontramos; cuál es la carne y cuál el reflejo.

Uno se lo piensa mucho antes de escribir sobre aquellas cosas que insospechadamente descienden a la raíz y remueven el fondo, despertando las voces de aquellas criaturas que, a pesar de no existir, permanecían allí dormidas. Cuando abren perezosas sus grandes ojos, vemos con ellas cosas que antes parecían no estar ahí. Nos empujan hacia las paredes entre las que nos encerramos, como si quisieran golpearnos con furia, sólo para que descubramos que todo el muro era una ilusión.

Y a veces uno se cansa de las líneas domesticadas, de las palabras bien portadas que han perdido aquel olor salvaje con el que nos acompañaban mientras cruzábamos a solas el bosque y decidieron seguirnos. A veces uno debe alejarse de las cosechas y volver redescubrir los frutos silvestres, unas veces más amargos, y otras más dulces que aquellos del agricultor, pero que en todo caso no están allí para ser explotados, ni serán arrancados aún verdes para madurar artificialmente en el viaje hacia el supermercado.

Hay lecciones que resultan demasiado caras como para ser desaprovechadas. Lecciones como un pasaje encantado que nos llevan, a través de la ruptura, más allá de nuestros propios límites; Allí dónde es tan difícil - como innecesario- dar explicaciones.
A veces partimos de una casa que fue un cascarón, con una o dos maletas, hacia un futuro a menudo imaginado, siempre incierto. El camino es en ocasiones una cuerda suspendida en el vacío, pero miramos al frente para no perder el equilibrio. Miramos atrás, a veces, y no sabríamos decir cómo salimos de aquella trampa, o cómo recuperamos el camino después de un largo extravío. Los finales se mezclan con los principios; repetimos escenarios y diálogos que más nos gustan como si fueran el estribillo de la canción de nuestros huesos.

Hay mañanas en las que todo parece nuevo, posiblemente porque lo es. Días en los que, sin previo aviso, las puertas se abren, las cosas ya no son lo que eran, aunque nos cueste tanto creerlo y aún más aceptarlo. Aquello que nos rodeaba, o aquello que nos habitaba, ha cambiado, por mucho que temamos ser engañados y terminar confirmando nuestra expectativa de fracaso. Y una parte de nosotros se ha preparado ya para dar el salto -por más que tenga que cargar con el peso de nuestro recelo-, y remontar el vuelo hacia un paisaje desconocido, desde el que abordar nuevas tareas y acunar nuevas preguntas.

Todo lo extraño en nosotros nos devuelve al espejo, a tomar conciencia de aquello que no queríamos, no podíamos, o no sabíamos ver de nosotros y del mundo hasta el momento. Tal vez necesitemos nuevas palabras para describir nuevas sensaciones, nuevos objetos de referencia. Tal vez nuestras palabras se transformen simplemente en una sonrisa, o en el desencadenante de una serie de acciones. A veces es mejor no saber qué va a pasar, especialmente si eso significa que estamos recuperando nuestro presente.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

No sé cómo lo haces, pero tus palabras siempre me consuelan y me revelan algo acerca de cosas que me están pasando. Gracias!
D&B

Vaelia dijo...

A vosotros, un abrazo!