sábado, 11 de diciembre de 2010

El sueño del frío


Ilustración para "A Story for a Bear" (2002), por Jim LaMarche


Hay noches en las que la luna se envuelve en sombras. En su lugar, como surgidas del sueño de la reina celeste, brillan, nítidas y multiplicadas, las estrellas. Durante los meses fríos, también la Tierra parece volver hacia sí para acunar las preciosas semillas, adentrándose en un profundo sueño del que habrán de brotar los verdes de la primavera.
La llegada del frío invita al recogimiento, a ver el mundo a través de las ventanas de un hogar a resguardo de los rigores del invierno y disfrutar el lento transcurrir de las horas de oscuridad bañadas de silencio. Pensar en todo, también dejar de pensar, mientras contemplamos la llama de una vela o la respiración de un gato perezosamente acurrucado.

En ocasiones se asocia erróneamente el hecho de bajar el ritmo habitual con la letargia. Desde esta perspectiva descansar, es similar a detener o ralentizar por capricho una cadena de montaje programada para funcionar al máximo rendimiento, boicoteando las previsiones de producción. Pero los seres humanos no somos cadenas de producción, sino criaturas vivas y, por lo general, también criaturas pensantes. Llevamos asociados una serie de mecanismos infinitamente más complejos que una fábrica y , a pesar de nuestros intentos de emancipación del medio ambiente, nuestra naturaleza aún está más próxima a la del resto de seres vivos que a la de las máquinas.

De modo que el descanso constituye una necesidad básica; necesitamos descansar y reponernos. Cuando nos resistimos ello es cuando empezamos a funcionar a medias y la temible letargia entra en escena. En vez de proveernos un descanso reparador, y mantenernos adecuadamente despiertos en la vigilia, quedamos atrapados en un estado que no puede considerarse ni lo uno ni lo otro, y arrastramos día tras día una presencia lastimera, agotada y propicia al enojo.

Pero además de detener o ralentizar nuestro ritmo, necesitamos un tiempo propio. Además de establecer relaciones con el mundo que nos rodea, necesitamos crear y conservar un sendero hacia ese lugar seguro en el que nos encontramos con nosotros mismos. Y además de dormir, necesitamos soñar. Muchos de nosotros hemos crecido en una cultura que ha olvidado que al otro lado de lo visible existen muchas e importantes tareas que no conviene desatender si pretendemos conservar un cierto equilibrio existencial.

De algún modo hemos aceptado la peligrosa idea de que si algo no es percibido por otros, entonces sencillamente no existe. De ella deriva esa insana compulsión por mostrar, por realizar continuas demostraciones de cualquier cosa que queramos o nos guste tener, experimentar, o ser. Este apremio, a su vez relacionado con la falta de sosiego y reflexión, termina por robarnos de modo subrepticio la capacidad de vivir conscientemente (y disfrutar) aquello que exponemos con tal urgencia a otros sin pararnos a considerar que seguramente tendrán unos intereses distintos de los nuestros, que lo que nos empeñamos en mostrar no tendrá el mismo sentido, o ningún sentido, para ellos.

Tal vez no esté de más subrayar que, salvo alguna excepción que podemos ignorar sin mayor dificultad, al resto de la humanidad y, por supuesto, al resto del universo, suele importarle poco lo que hacemos con nuestro tiempo. A menudo los obstáculos, peligros, problemas e inconvenientes percibidos son mucho más terribles que los reales. Si hemos caído en una de esas corrientes que parecen arrastrarnos en contra de nuestra voluntad y que susurrarnos hora tras hora que el mundo nos presiona, también podremos salir de ella simplemente tomando conciencia de la situación real, evitandonos la estupidez de vernos ahogados en un charco.

En esta época relativamente cómoda en la que hemos nacido, las señales con las que nuestros cuerpos y mentes dan la bienvenida al invierno, constituyen también un recordatorio de aquel reino olvidado en el que el tiempo discurre de un modo particular, y al que, llegado el momento, todos somos llamados. De aquellas tierras abandonadas que esperan que su legítimo propietario las recorra, las trabaje y descubra sus tesoros.

Cuando desconocemos esta parte de nuestra realidad que permanece oculta a los ojos de otros, es posible que nos pánico quedarnos solos. Tampoco es extraño que nos agotemos buscando hasta los confines de la tierra ciertas respuestas que podríamos obtener si fuéramos capaces de guardar silencio. Cuando descuidamos las tareas que se llevan a cabo en este reino personal, tales como discernir nuestras necesidades reales (físicas, emocionales y mentales) y encontrar la vía adecuada para satisfacerlas, detectar aquello que cargamos innecesariamente y dejarlo ir, descubrir los modos en los que nos estamos poniendo obstáculos a nosotros mismos - y, aún más importante, porqué lo estamos haciendo - o planificar aquello que deseamos ver realizado en nuestras vidas, todo el sistema de nuestra vida "visible" se resiente. Funcionamos a medias, nos abandonamos a cualquiera de esas corrientes imaginarias que al tiempo que fosilizan automatismos alimentan el fantasma de la impotencia, y una letargia mucho peor que la imaginada se apodera de nosotros, sustrayéndonos, en dosis prácticamente imperceptibles, nuestra propia vida.

Hay un tiempo para cada cosa, un tiempo para descansar y otro para trabajar, para dormir y otro para mantenernos despiertos, para estar fuera y para estar adentro. Nuestro cuerpo, y también algún rincón de nuestra mente lo sabe y lo recuerda, y tiene la capacidad de reconocerlo, de llevarnos ante el umbral y guiarnos adecuadamente por los mundos del otro lado. Sólo tenemos que aprender a prestar atención.

0 comentarios: