miércoles, 12 de agosto de 2009

Las Malas Cosechas

Es agosto y, no obstante, llueve. De forma continuada e indiferente, el cielo se nubla y cae cada tarde esa lluvia de la que no hay forma de escapar. Mi mente no deja de asociar el octavo mes con el sol radiante del Mediterráneo, en el que una tormenta por estas fechas no es sino una aliviadora anécdota. Sin embargo, y a pesar de la hermosa imagen de los campos de trigo suavemente agitados por un aliento abrasador, no deja de llover.
Del mismo modo, a veces, guardamos en nuestra mente la imagen de la cosecha perfecta, del trabajo duro pero recompensado con creces, del clima como una conjunción de elementos propicios que animan el crecimiento de las mieses, proveyendo bienestar y abundancia. Tan maltrecho está nuestro vínculo con la tierra y sus labores que caemos en la idealización, figurándonos que todo el ciclo de la cosecha discurre de un modo óptimo, prácticamente plácido.

Cuando trato de dirigir mi atención a la búsqueda de algo cercano a la realidad, alguna analogía que resulte no sólo poética sino útil en el contexto de la experiencia personal, no deja de sorprenderme lo lejos que suelen quedar las palabras de los hechos. Pocas veces, en este paganismo que parece condenado al baile perpetuo y terrible de las zapatillas rojas, se habla de las malas cosechas y los tiempos de escasez. No se trata de centrarse en lo "negativo" sino de darse cuenta de hasta qué punto lo "negativo", entendido como "conflicto" o "problema" es omitido en nuestras vidas.

Existe un tipo de "negatividad de fondo", esa que se acumula como la basura en una habitación tan usada como descuidada, ese barro en el que podemos pasar horas, días y hasta meses revolcándonos. Esa pasta pringosa que amasamos a base de darle vueltas en la cabeza a unas mismas ideas estúpidas - en lugar de pensar- , como quien se prepara un café y remueve y remueve hasta que se enfría y se echa al desagüe sin haber probado un sólo sorbo. Éste nos es un mal familiar como una gripe estacional, de vez en cuando caemos en ella, nos curamos más o menos rápido, y luego hacemos como si nunca hubiera estado allí... en lugar de tomar las medidas adecuadas para evitar repetir la experiencia a futuro.

Pero me refiero a la otra, esa "negatividad" a la que llamamos fracaso. La RAE lo define como: "Malogro, resultado adverso de una empresa o negocio/Suceso lastimoso, inopinado y funesto/Caída o ruina de algo con estrépito y rompimiento". Así que resulta una palabra demasiado grande para definir algo que no salió como queríamos o esperábamos. Eso convierte nuestro pequeño inconveniente en un auténtico monstruo expulsado del vergel de nuestra mente, relegado al oscuro cuarto de las herramientas en desuso, alimentado por nuestra decepción, engordando día a día, noche tras noche, hasta adquirir unas dimensiones que llegarán a ser todo lo catastróficas que en el principio creíamos; Y todo, por no haber sabido qué hacer con él desde el principio.

Por eso pienso en las malas cosechas. En las cosechas que resultaron fallidas, no porque la tierra fuera mala, o porque el trabajo no se llevara a cabo, sino porque llovió en exceso , hubo sequía o irrumpió en escena una plaga. En el pasado de Europa cuando esto sucedía - y podía suceder durante algunos años seguidos- , tanto la gente que vive del trabajo de la tierra como la que no, se veía afectada por la escasez de las harina que constituían la base de la alimentación, sin contar con seguros o subvenciones... Tampoco era posible, para la mayoría, empaquetar sus escasos bienes y dejarlo todo para empezar en un nuevo lugar; Mientras que, en caso de emprender la aventura, las nuevas tierras debían ser acondicionadas. En cualquier caso, no había manera de escapar a la larga espera, a la escasez, la restricción, a ese trabajo que no permitía obtener de modo inmediato una cantidad ya no resarcidora, sino meramente compensatoria de su esfuerzo. Es más, lo que es historia para Europa, el hambre y las enfermedades derivadas de la misma, es la actualidad en muchas regiones del mundo actual.

Comparemos, por un instante, esta suerte de situaciones con las condiciones en las que nosotros nos desarrollamos. El nivel de "tolerancia a la frustración" de las gentes que dependen directamente de la tierra y los cielos, y el nuestro. El resultado es terrible. A la que algo "sale mal" ya nos parece un desastre, nos sentimos fracasados, nos punza la urgencia de abandonar sin mirar atrás o, cuanto menos, sentimos que el cielo se desmorona sobre nuestras cabezas, deprimiéndonos. Nuestro plan existencial no contempla este tipo de fenómenos como algo natural, sino como un error, algo que simplemente "no debería estar ahí". Aunque, justamente, ese sea su lugar. Asumir que hay obstáculos con los que debemos aprender a manejarnos significa ser conformista, sino aceptar - de una vez - que por mucho que la magia sea una herramienta a nuestro alcance, ni nosotros somos omnipotentes, ni la vida sigue el guión de un clásico de Disney -¡Por suerte!-.

En todo caso, el problema que pueden presentar estos obstáculos, por catastróficos que nos parezcan, suele ser en realidad ínfimo comparado con el daño que somos capaces de hacernos a nosotros mismos al no aceptar su presencia... Las cosas no desaparecen porque cerremos o nos tapemos los ojos, espantados; las cosas siguen ahí y además nosotros no vemos. Como un conejo que, en lugar de huir, queda hipnotizado ante los faros del camión que va a convertirlo en una grotesca alfombrilla. Nos destrozan las cosas que salen mal, porque no sabemos qué hacer con ellas, donde colocarlas, o cómo justificar el tiempo que nos han ocupado. Simplemente son cosas que pasan, que nadie idea, que no siempre se pueden preveer, o que nos sorprenden por novatos. Pero el cielo no debería caer sobre nuestras cabezas por ello, ni nosotros correr a flagelarnos psíquicamente. El único desperdicio auténtico, la única pérdida posible, sería no aprender de la experiencia.

Hay días mejores que otros, días que sientes que es mejor dejar perderse, aferrados en la idea de que habrán de venir más, aunque sepamos que no es cierto, que éste podría ser el último y la muerte floreciera como una planta rara en un paisaje anodino. Y no es que el tiempo se deje ir, más bien se escapa, sin un destino, sin un propósito, sin un solo mecanismo capaz de aprovechar, siquiera, la fuerza de esa fuga que nos desgasta del mismo modo que el agua de un torrente erosiona el terreno a su paso. Así, no es tanto el temor a verse arrastrado por la corriente, el auténtico temor es la sensación de permanecer anclado en un fondo que se extingue en silencio, sin ser percibido; como un fantasma consciente pero incorpóreo vagando entre los vivos como un extraño. Porque las "malas cosechas" en nuestras vidas, deformadas por la incomprensión, llegan a aislarnos de nuestro entorno, o incluso de nosotros mismos, despertando injustamente la lástima y el reproche a nuestro alrededor (y, no pocas veces, en nuestro interior), emociones igualmente insanas y detestables. Lo que es ahogarse en un vaso de agua.

Algo no salió bien, punto. No es la primera ni la última vez que ocurrirá en la historia de la humanidad. Seguramente, las consecuencias no son otras que el tener que aceptar que no salió como estaba planeado. Muchas veces ni siquiera depende de uno. Si depende de uno es un error, o una serie de errores que, como humanos, tenemos derecho a cometer. No hay que dar más explicaciones a nadie. Y a veces es conveniente y necesario desoír a la mitad del mundo, y a la mitad de nosotros mismos. La única cosa que vale la pena escuchar cuando nos hemos caído, es que podemos y debemos levantarnos. Fin de la historia.

Si el proyecto aparentemente fallido era importante para ti, persevera. La diferencia entre aquellos que viven apegados a la tierra, y a lo que ser humano ( en su más noble aceptación ) significa y los que a la primera de cambio se dan por vencidos y corren a autocastigarse o a tratar de hacer como que nada pasó, es la perseverancia: Si no sale bien a la primera, o a la segunda, o a la tercera, pero es importante y significativo para ti, vuelve a intentarlo, las veces que haga falta. Sólo con que aprendamos un poco cada vez los intentos acumulados nunca serán en vano... Al fin y al cabo, del accidentado e interminable regreso al hogar de Ulises surgió la Odisea.

Las cosechas son terriblemente importantes, podría decirse algo parecido del pastoreo, la caza, o la recolección. Representan aquello que realmente necesitamos, aquello que ha de satisfacer nuestras necesidades primeras, aquello por lo que es imprescindible trabajar y nunca dependerá completamente de nosotros mismos. Las cosechas pueden ser malas, el ganado enfermar, la caza resultar fallida, etc. pero es algo a lo que, por frustrante que resulte, no se puede renunciar. Malo es que, demasiado a menudo, se llegue a olvidar.

Personalmente me niego a creer que las "malas cosechas", como otros "desastres naturales" sean necesariamente un castigo de los Dioses, creo que la mayor parte del tiempo están ahí como el sol que nos alumbra, los ríos, o las abejas. Repasando mentalmente, si no localizamos una falta por nuestra parte, seguramente es que tal falta no existe. Y sé que muchas veces, vemos personas deambulando quejosas por sus vidas con una lista de deseos insatisfechos, cuyas súplicas nunca fueron atendidas... No sin razón. Deseos flojos no son otra cosa que caprichos. Dice al respecto el personaje de Demian en el libro del mismo nombre de Herman Hesse;

Elige como objetivo sólo lo que tiene sentido y valor (...) algo que necesita, algo que le es imprescindible. Por eso logra lo increíble (...)Yo puedo fantasear sobre esto o aquello, imaginarme algo -por ejemplo, que me es indispensable ir al Polo Norte, o algo por el estilo- pero sólo puedo llevarlo a cabo y desearlo con suficiente fuerza si el deseo está completamente enraizado en mí, si todo mi ser está penetrado de él. En el momento en que esto sucede e intentas algo que se te impone desde dentro, la cosa marcha; entonces puedes enganchar tu voluntad al carro, como si fuera un buen caballo de tiro. Si yo, por ejemplo, me propusiera conseguir que nuestro pastor no volviera a llevar gafas, no lo lograría. Sería un puro juego.

Cuando un deseo es real, cuando la voluntad lo sigue como a un faro en la noche más oscura, nunca, aunque las cosas no salgan como esperamos, la búsqueda será infructuosa. La mayoría de las veces regresamos de ella con más, no con menos, de lo esperado. Entonces, si nos caemos, nos volvemos a levantar. Perseveramos. Tenemos auténticos motivos para ello: Sólo hay que recordarlos.

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PD: Cuando hace unos días publiqué el fragmento sobre el desapego, un lector me señaló que parecía "demasiado optimista". Puedo alegar al respecto, no es que actúe como ciclotímica al escribir estas líneas acerca de las malas cosechas y los tiempos de escasez, sino que cuando tenemos presente la necesidad de equilibrio, automáticamente se activa un filtro adicional a nuestra comprensión, encargado de rellenar las omisiones y corregir los excesos.

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