sábado, 11 de octubre de 2008

Otoño

Calles silenciosas, oscuras, el frío en el ambiente. Montones de hojas amarillas y rojas, vagabundeando de un extremo a otro de las aceras. El cálido olor de las castañas tostándose en los puestos a aire libre... y al cabo del paseo ilumindo por farolas anaranjadas, ese mar bajo el cielo plomizo; suaves olas en una superficie de apariencia metálica, plata líquida en la que delicadamente rielan los tonos rosas del atardecer. La arena que se pega a los zapatos; esa brisa helada, húmeda y salada, que vuelve indómito cada mechón de cabello, que cala la ropa y parece adherirse a la piel...

Parece que fue ayer cuando nos reuniamos como una camada de cachorros salvajes, cuando buscábamos refugio en la desembocadura abandonado del sistema de alcantarillado y encendíamos una hoguera alrdedor de la cual reunirnos. Pero los años pasan, y después de la segunda cosecha, el otoño se torna serio, como un noble señor que alza su copa dorada entonando cualquier vieja canción, bella y un tanto triste.

Y quisiéramos descansar, porque todo nuestro ser siente que es tiempo de calma; pero a veces no nos está permitido. Y quisiéramos buscar un lugar cálido y seguro, entre los nuestros; pero en ocasiones lo que amamos está lejos, o incluso estando cerca no alcanzamos a verlo tras un velo de densa niebla. Pero sí oímos el murmullo de esas voces que siempre nos acompañan, y si cerramos los ojos podemos incluso sentir cómo su aliento se confunde con el nuestro.

Hay puertas que se cierran por siempre, y elementos tan atados a nuestras raíces, que desprenderse de ellos sería una mutilación. Dudas y pesadillas que ya no podemos temer. El otoño siempre será mi estación preferida, aunque sea un largo paseo hacia el inframundo, aunque hable de lo cierto de las despedidas y de la inseguridad de lo que está por llegar.

El otoño que nos toma de la mano y nos adentra en el silencio, que nos desnuda y azota como a los árboles, depojados de sus hojas, para llevarnos allí donde estamos solos, y enfrenarnos a un espejo de oscuras aguas, que devuelve, dolorosamente nítida, tanto nuestra propia imagen como las sombras que se alzan tras ella.

Otros olores, otras imágenes; pero hasta aquí llega también el otoño... y sigue el camino, sin perder su belleza, pero volviendose más duro. La vida nos soprende de los modos más inesperados, y al recorrer parajes descocidos, nuestra brújula puede perder el norte, mientras nos rodean los espejismos; no podemos ya distinguir quien es nuesto enemigo y quien nuestro aliado, pero el instinto nos hace aferrar la empuñadura de nuestras armas. Cuando nuestras creencias tiemblan en sus cimientos, cuando la noche más oscura se cierne a nuestro alrededor, sólo podemos entregarnos a la lucha por la supervivencia, esperando ver de nuevo la mañana que revelará lo correcto o incorrecto de nuestras acciones. Sabiendo que, pase lo que pase, no habrá arrepentimiento.

Brote y flor, fruto y semillas, círculos perfectos que se suceden, mientras estamos ocupads en cualquier otra cosa... que nos distrae de lo que en realidad importa. Podría estar contemplando ese mar de plata, surcado por filones rosados, muy lejos de aquí... Pero no es añoranza por esa tierra o sus gentes lo que ahora siento, sino añoranza por esa certeza del reflejo libre de intermediarios. Añoranza de contemplarlo sin interrupciones, lejos de lo que entre nosotros se interpone; de tomar su mano, de volver a ser una, y avanzar como tal abriendo un sendero único entre las múltiples posibilidades, sin importar las consecuencias.

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