lunes, 20 de octubre de 2008

Domesticación

Las normas crean espacios de orden en el caos, son construcciones que según se vea “estropean” la naturaleza, como cuando es necesario talar un bosque y quemar rastrojos para sembrar un campo; pero también puede entenderse que canalizan con un fin esas mismas fuerzas. Pero es necesario saber que es lo que se quiere construir, que frutos se quieren obtener, para trabajar en consecuencia.

En las últimas semanas, me ha tocado vivir en el mundo cotidiano situaciones muy absurdas respecto a normas, y también trampas. Se presentan unas normas para formar parte de una comunidad, la mitad de los integrantes no las respetan, y otra mitad las sigue. Sin embargo, los regaños se los llevan estos últimos. Los primeros se salvan creando a su alrededor un acolchadito abrigo de apariencias, los segundos son acusados en falso para justificar el regaño. Parece que se pusieran de acuerdo para unir dos de las cosas que más me desquician...

Cuando alguien rompe las reglas, no hay reglas; pero a veces es absurdo permitir que lo lleven a uno a la batalla, y lo único que me parece tener lógica en un lugar en el que prevalecen las apariencias y en vez de recurrir a la norma se recurre a la mentira, es salirse de allí. Todo se puede comprender, y se ven las buenas intenciones, pero el intento de construcción resulta fallido: nada humano puede construirse sobre la base de unos principios aleatorios.

Me hizo recordar otra cosa, relacionada a la domesticación.

A menudo pienso en esos perros o caballos salvajes, cuya domesticación reportaría beneficios extra por sus capacidades, sin necesidad de dañar al animal. Y es triste pensar que, a menudo, son manos demasiado inexpertas, cabezas demasiado estúpidas como para pensar en algo más que ese beneficio, entendido como mera explotación, las que colocan mal las bridas, de modo que cuanta más fuerza hace el caballo, o cuanto más se obstina el perro en la carrera del trineo, más dolor le provoca. La competición es la vida de los perros de tiro – al menos en las novelas de Jack London-, así que, aunque duela, ellos tiraran. El caballo se encabrita, los perros se tornan violentos, nadie entiende que están siendo azuzados por el dolor de la brida y aún por el azote del látigo que debería castigar a ese incompetente que se queja del tiempo o el dinero invertido en “ese animal que tanto prometía, pero al final resultó peor que cualquier otro”.

Personas que hablan de lo que otros “podrían llegar a ser”, presentándose como maestros, pero desconociendo en realidad la naturaleza a la que se enfrentan, el modo de canalizarla y hasta el fin del trabajo; pensando sólo en términos de explotación ajena, sin ni siquiera determinar el objetivo a lograr con esa fuerza. Personas a las que hay marcar claro el territorio, ante los que se puede ser fiero, cuando uno espera que llegue el que sí sabe, para sacar lo mejor de uno mismo. Entonces el animal más fiero se amansa; sabiendo en esas manos sí se puede confiar, sus ojos brillan, y todo lo que ocurre antes o después o alrededor no importa, porque el objetivo está ahí y puede al fin entregarse sin reservas a la carrera. Los primeros abundan como carroñeros, los segundos escasean. Yo creí en ello, y lo encontré, porque no dejé que nadie más me pusiera las manos encima.

Y, sin embargo, hay un momento en el que estamos solos, y es nuestra tarea conocer esa naturaleza en nosotros, ponerle las bridas del modo correcto, y fijarle un objetivo. Hay un momento en el que ya debemos haber aprendido, y si lo hacemos mal es nuestra responsabilidad, y lección, y no queda de otra que volver a intentarlo... porque es una tarea que nunca podremos desatender.

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