domingo, 3 de agosto de 2008

Festival de la Cosecha

Aunque estoy lejos en espacio y tiempo, casi puedo sentir el olor de los campos de trigo al mecerse bajo el sol abrasador de agosto, y me veo años atrás recorriendo el camino que, después de cruzar un bosquecillo, se dividía en senderos que los rodeaban, antes de llegar al pueblo.

En las noches de aquella época, sentada en el quicio de la puerta, o bien en alguna de las rocas del jardín de bambú escuchando el peculiar sonido de las hojas agitadas por el viento cálido y aspirando el aliento de la tierra húmeda, mi mirada se perdía entre incontables estrellas. Suspiraba por un amor que no podía reducirse a otra persona, pero podía concentrarse en esa imagen del que tendría que llegar, como un símbolo, como un cáliz en que que verter las impresiones de cuanto me rodeaba y aquellas correspondencias que en mi espíritu se encendían... pero del que, al mismo tiempo, no podía más que derramarse sobre el mismo mundo del que provenía.

Y sin embargo, vivía entonces en la misma soledad que me acompañó tantos años, y aunque en aquel jardín encontraba la paz y me nutría de belleza, alrededor rondaban terribles depredadores, a los que sólo podía aplacar la firmeza de mi fe, el mismo amor por la vida al que me aferraba.

A penas vivía en el mundo, entonces, cuando el mundo sólo tenía horribles palabras para definir mi conducta, tan impropia; "No puedes hacer lo que quieras, tienes que pensar en los demás, eres demasiado mayor para comportarte así..." pero todo cuanto encontraba en esos paseos, en esos momentos bajo las estrellas, venía a decirme lo contrario. Me decía que el paraíso está aquí mismo, y sólo está perdido para aquellos que lo han olvidado. Leía entonces al gran Kavafis, y celebraba mis ritos de un modo humilde, a escondidas, acunando mis esperanzas de un futuro mejor y, sobretodo, diferente del que se me trataba de imponer.

Me apoyaba en el recuerdo de las otras voces, más cercanas, de las que me sentía hermana, aquellas que provenían del espacio entre líneas de las lecturas que amaba, con las que me parecía poder dialogar; y en el recuerdo de algunas personas extraordinarios que ya entonces había podido localizar, aunque nuestras vidas no se habían cruzado más que por espacio muy breve, me permitían creer que, a pesar de la distancia, no estaba tan sola.

La tormenta me ha transportado a aquel tiempo, en el que también podía observar los relámpagos sobre las montañas, y escuchar el repiqueteo violento de las gotas contra el suelo. A decir verdad, objetivamente, era una época muy dura, en la que a mi alrededor algunos problemas de importancia condicionaban mi existencia; pero eso no conseguía apagar el deseo de conocer, de contemplar la belleza, o de entregarme al juego... como si fuera demasiado consciente de que hay cosas que, una vez perdidas, no regresan, empezando por el tiempo.

Y recuerdo las palabras que, con buena intención, alguien que había intentado "hacerse cargo de mí" me dirigió, con cierta frustración: "Eres como un edificio en ruinas, he tratado de rehabilitarte, pero es imposible, debería derrumbar hasta los cimientos y contruir de nuevo". Y es difícil explicar cómo, más allá del sentimiento de tristeza por el desprecio hacía lo que yo era que esa afirmación contenía, había una voz serena en mi interior diciendo "Si, es verdad. Ni tu ni nadie vais a poder con esto", y la sensación de haber ganado una batalla, aún desde mi temblorosa posición entre ruinas.

Acercándose una vez más la celebración estival, se activa un mecanismo en mi interior, cambio los rígidos pantalones por un sencillo vestido, y con cualquier excusa salgo a caminar, sólo por sentir la ligereza de mis pasos que, sorteando los obstáculos de este asfalto vencido por árboles gigantescos, recuerdan a mis pies el trote de antaño por rocosos senderos... Y me sorprendo acicalándome, sabiendo que no es por nadie , sólo por el gusto de reflejar cierta emoción que nace muy adentro, por el gozo de no esconderme del mundo, por la suerte de entablar una relación íntima con esta tierra que me acoje con benevolencia, cuando podría rechazarme.

No trato de adaptarme; sólo soy. El placer que siento es el de extender las propias alas, y sentir que, sencillamente, el mundo tal como nos lo contaron desaparece alrededor, y sólo permanece el diálogo entre mi propio ser, y aquello que en el entorno le puede corresponder.

Más de una década después, seguiré encendiendo una llama en honor de la cosecha... pero sobretodo en honor de aquello que respeto, enviando un saludo a aquellas personas excepcionales con las que aún, de vez en cuando, tengo la suerte de encontrarme en el instante en que nuestras sendas se cruzan, cuando es posible volver a sentirse en el hogar, entre iguales, en el corazón de un paraíso que no puede ser profanado.

Y, a veces, escribir es lo mismo que mantener esas llamas; Aquí estoy, aún viva, indómita. Vedme, porque no me escondo: lloraré cuando tenga que llorar, y reiré cuando tenga que reír; pero mis lágrimas y mi risa serán más reales que las trampas con las que se me ha tratado de apresar y todos los artilugios con los que se me ha tratado de amordazar. Mientras sea libre de ellos, tendré algo que celebrar, y ya sea de un modo sereno o escandaloso habrá en esta celebración un gozo tal que hará temblar a carceleros y verdugos, a los que dan las órdenes de persecución, y a los que les son cómplices. Hay riesgos y precios a pagar, pero los asumo con gusto; porque vivo la vida que escogí vivir, y no estoy dispuesta a aceptar ninguna otra.







1 comentarios:

Sibila dijo...

Me has dado escalofríos, que lo sepas.

Seguimos vivas, sí, y si retrocedemos, que sea para tomar carrerilla.

Espero que todo te esté yendo estupendamente por allá. Hay tanto que vivir y que aprender... disfrútalo. ;)