jueves, 18 de diciembre de 2008

Solsticio de invierno

Desde la terraza contemplo las luces de la ciudad. Recuerdo por unos instantes un cuento en el que una sirena japonesa, sentada solitaria sobre una roca, se dejaba fascinar por el resplandor del puerto iluminado... Dos días más y serán seis los meses que llevo lejos de ese mar que nunca pensé que llegaría a extrañar.

Han pasado rápidos, tanto, que de no ser por lo intenso de lo vivido, me vería tentada a escribir que escaparon de mis manos. Pero no; en lugar de eso se han derramado sobre mi piel, cabalgado por mis venas, arremolinado en mis pupilas, evaporado en mis labios... dejando esa sutil pero permanente marca de su paso.

Hay un momento en el que sabes que no hay vuelta atrás; y otro en el que comprendes que - aún así, o tal vez precisamente por eso - siempre hay un refugio en el que tu ser respira sereno, sin percibir distancias entre aquello que es y aquello o aquellos a los que ama; "un lugar que no es un lugar".

Es preciso descender sin miedo a la cueva del invierno, acomodándose a esa oscuridad primigenia que acalla la agitación y el ruido. Llamar a la quietud para poder vernos - tal como somos-, en el negro espejo de las aguas subterráneas; entregarnos al silencio para no estorbar el lento florecer de esos sueños que envuelven y nutren la semilla de nuestra creación... Conservar la confianza en la promesa de que el nuevo sol resurgirá de la noche más larga, y podremos volver a jugar bajo su generosa calidez.

Pero no aún, no aún...

Y, con todo, hay todo un mundo aquí, bajo tierra, una miríada de universos, el mundo que llegó, para desintegrarse, el mundo nuevo que espera nacer; algunas cosas se pudren y deshacen para empujar hacia arriba aquellas que han de saludar a la primavera que vendrá. Nada se pierde. Unas viven dentro de otras.

No hay prisa.