sábado, 15 de noviembre de 2008

Receta para hacerse invisible

En una ocasión, durante la adolescencia, escribí un cuento - horrible, por cierto - en el que un hombre era olvidado por el resto de sus congéneres hasta el punto en que su existencia se evaporaba como el rocío en la mañana, sin ruido, sin dejar un rastro. Supongo que trataba de ser una metáfora de una situación de soledad, pero más de una década después, comprendo que la historia tenía más de realidad de la que cabría esperar, sólo que el enfoque no era el adecuado...

Cada uno, independientemente del punto de partida, es lo que hace con su vida, el producto de sus decisiones y actos; la suma de los frutos de su mente, sus emociones, y sus manos. Por otro lado, y en parte por el hecho de que con esos frutos se construye la realidad de nuestro entorno, existen multiplicidad de escenarios habitables, dentro de este mismo mundo, el que encontramos nada más abrir los ojos en la mañana, al despertar, sin necesidad de estar especialmente inspirados.

Cuando llevamos cierto tiempo en un camino -no importa cuál- aprendemos a manejar una serie de principios y herramientas, que se convierten en un modo de expresión tan natural y espontáneo como el lenguaje materno. De manera que esa realidad particular, que vivimos a diario, no nos parece nada extraño; hasta que nos damos cuenta de que otros ni idea tienen de este idioma, y de lo difícil que resulta de repente traducir demasiadas cosas; de que se pierde tanto en el traslado que el resultado final no vale el esfuerzo.

Un camino real nos llevará a través de diferentes mundos, por los que deberemos saber movernos; pero no podemos esperar que los residentes de esas villas y ciudades que visitamos de paso, puedan compartir con nosotros aquello que les es por completo ajeno... Teniendo en cuenta que cada cuál sólo ve lo que su rango de conciencia le permite percibir, es terriblemente fácil hacerse invisible. Nadie podrá ver en nosotros lo que no se encuentre en él mismo.

(Así que no importa cuán firmes sean nuestros principios, nuestros valores, la lealtad a aquello que respetamos... no podemos confiarnos a aquellos que no confían en nosotros, porque serán los que darán el primer disparo, ese que casi nunca estamos preparados para recibir, aunque sepamos de antemano que no nos pueda dañar realmente).

Por lo mismo, por más que nos enamoremos de un lugarcito, no podemos quedarnos en él demasiado tiempo sin renunciar a lo más valioso que en nosotros hay. Resulta un precio demasiado alto, con el que adquirimos el derecho a nuestra propia desgracia.

Por eso hay un momento en el que dejamos de discutir, sabiendo que resulta inútil tratar de hacernos comprender. Un momento en el que nos damos cuenta de que algo está mal, y en lugar de pedir o dar explicaciones, en lugar de estancarnos en la dualidad de ser vencedor o vencido, comprendemos que el viento ha cambiado.

Que ha llegado el momento de partir, de volver al camino que es, en realidad, ese hogar donde siempre algo o alguien nos da una bienvenida franca y sin reproches, proporcionándonos un ungüento para sanar las heridas y aquello que precisamos para saciar ese hambre o esa sed que nos torturaban por dentro, sin que en nuestro embotamiento general, nos dieramos cuenta. Ese algo o alguien nos da un baño, nos acuna en un abrazo, y sentimos que al fin podemos descansar, que algo ha sido reparado, que volvemos a ser nosotros, completos. Que la mañana que siga a esta noche oscura y dulce, será nítida y luminosa, y nos sonreíra esa fortuna que nuestra sangre clamaba, como un derecho inalienable.

Si pudiera reescribir esa historia de la adolescencia, lo que se desvanecería sin ruido y sin dejar rastro en la vida del hombre olvidado no sería esa existencia particular, sino el apego a su propio dolor, a sus propias limitaciones. Dejaría el miedo para abrazar su destino, una vida de intensidad insospechable, en un mundo tan brillante como un universo que permaneció virgen como un secreto en las entrañas de la tierra. Dejaría de ser visible para unos; empezaría a serlo para otros, los que sí importan, aquellos con quienes poder compartir su innegable existencia.

jueves, 13 de noviembre de 2008

Luna de Noviembre

Camino por las calles mientras el cielo se oscurece, el aire huele a otoño, y entre las ramas semidesnudas de los árboles contemplo una luna prácticamente completa, brillando con inusual intensidad a través de un delicado velo de niebla.

Pocas veces la luna consigue captar mi atención de ese modo, transportándome... y sin saber porqué, recuerdo la silueta de los montes de mi tierra, en las tardes frías; el modo en cómo la oscuridad conquistaba lentamente el bosque, mientras dentro del hogar se encendían los leños de la chimenea. Viene a mi mente la imagen señorial del ciervo... Sus aterciopeladas astas, el brillo de los oscuros ojos; el pelo castaño rojizo, marcando la forma de los músculos bajo la piel, la calidez de sus entrañas , de la sangre que bombean rítmicos latidos, mientras su hocico toma del aire de la noche y retorna vaho. Solitario va dejando sus huellas sobre la tierra húmeda, como las dejará sobre el manto de nieve cuando permanezca como vigía mientras otras criaturas se retiran al sueño del invierno.

Hay momentos en los que la belleza nos hiere como el amor, momentos en los que quisiéramos que el tiempo se congelara, que ese abrazo tan íntimo durara por siempre, pero a la vez también que el movimiento, el baile que lo propicia, no se detuviera nunca...
Repentinamente, en el corazón de la ciudad, nos sentimos solos, rodeados de lejanos horizontes, y echamos de menos alguien con quien compartir esa visión terrible de tan hermosa, ese sueño que no es sueño, que se lleva de la mano a nuestro espíritu internándolo en otro orden de realidades, dejando a nuestra común percepción derrotada, y al borde del temblor nuestro cuerpo.

Un instante dorado, que pasa y nos deja una sensación extraña, que realmente no corresponde a las categorías de agradable o desagradable, porque queda algo más allá. Se siente uno muy pequeño y efímero, pero al mismo tiempo capaz de expandirse a la medida de ese otro universo de límites insondables que se ha abierto bajo la luz lunar como los pétalos de una rarísima flor.

Como por arte de magia, muchas, muchísimas cosas se liberan de la carga de importancia o urgencia que nuestra agobiada mente les concedía, menos pesadas, se alejan por las calles como las hojas que el viento arremolina, y no necesitamos siquiera despedirnos, mientras sentimos que volvemos a respirar después de haber - sin ningún motivo discernible- aguantado la respiración demasiado tiempo.


martes, 4 de noviembre de 2008

Samhain

Después de un verano dolido por la ausencia del sol, un incipiente otoño cargado de aromas de primavera, alborotado por las sacudidas del cambio, dejando escapar las energías mientras corriendo a contracorriente se busca un lugar propio en un nuevo terriorio... Hasta despertar un día más, y encontrarme de nuevo dando la bienvenida a ese aire helado que besa mi rostro, mientras deja caer una lluvia de hojas doradas sobre las calles de piedra, el contraste entre el gris del suelo bajo mis pies y el azul radiante de un cielo despejado.

Sentir que lo echaba de menos, que aquí llega, ofreciéndome su mano, una vez más, para alejarme del mundo y dirigirme de nuevo por los caminos que nos son propios... Reencontrar esa mirada severa al cabo del camino, esa grave, imaginada voz, que recorre el laberinto de nuestro ser, buscando el centro.

Saber que la Magia no es más que conocer las mareas para aprovechar su fuerza y ahorrar la nuestra; sólo para que cuando sea necesario remontarlas no nos falte. Como niños que juegan, advertidos una y otra vez por sus mayores de que van a caerse y hacerse daño... Y obviamente caen, y sí duele, tal vez incluso lloran... pero pasa, y necesitan de esa experiencia para saber lo que se siente por ellos mismos; lo que no necesitan son regaños o castigos, repetiran su error hasta que aprendan la lección, o bien hasta que sus torpes intentos den, al fin, un fruto que compense todas las caídas que dejarán atrás.

A veces el precio por saber es elevado, como la imprudencia de brincar entre las rocas se paga con golpes y arañazos en la piel... de uno depende saber cuándo vale la pena y cuándo no. Escogimos una vida de alas desplegadas, maniobrando en el viento, volando raso, desafiando las corrientes... Una vida de fuego, dónde cada instante se consume entero, en una experiencia completa...y consume también, a su vez, el camino a su paso; sin posibilidad regreso o arrepentimiento.

Y transitamos por un mundo común, en el que las cosas más nimias se convierten maravillas que llaman nuestra atención, al menos por un tiempo. Como la sirenita de Andersen, como las hadas de los cuentos, nos preguntamos cómo será la vida en ese otro mundo, aparentemente sencillo, en el que parece que todo se permite... y pecamos por exceso de confianza. Hasta que nos abruman reglas y códigos que no entendemos, hasta que nos vemos enredados en redes o heridos por trampas como un animal salvaje que es apresado bien para ser escarnecido, bien para ser explotado. Pero sobrevivimos, con algo más de conocimiento.

Sólo nuestros iguales los que pueden oír nuestro llamado, los que acuden a sanar nuestras heridas y ayudarnos a levantar, y recordarnos el camino a ese hogar que no precisa de más techo que el cielo, ni más fuego que el que arde en nuestro interior; donde las reglas son duras, pero también los valores son recios, y las palabras no se pronuncian en vano. Un mundo que es un secreto sólo porque a la mayoría no interesa.
Nuestros hermanos no nos fallan, aparecen siempre que no nos rindamos, sin importar el tiempo o la distancia que nos separe, siempre que seamos íntegros. Pero si reencontramos entonces el hogar añorado, es sólo para volver al camino...


Han muerto ya todos los niños de ilusión
Nacidos de los juegos débiles de primavera
(…)
pero todos los sentimientos firmes arden,
como el rosal campestre, como el roble en la colina,
murmurando cálidos en la nieve y el viento del norte
sobre doradas madureces y extinciones
(…)
Mejor, al evaporarse el recuerdo del goce,
Que me seas leal y sigas cerca,
¡que ningún sol tenga que alumbrar
nuestro amor cálido en días tranquilos!
Escucha, los recios vientos del cielo silban
Su himno supremo a parejas leales
Sonreímos cuando la tierra duda y tiembla;
El refugio de nuestra felicidad resiste a las embestidas.

“Primavera de Otoño”, Flora y Pomona y otros poemas.
Eric A. Karlfeldt